El silencio de Pepa Flores
A Pepa Flores le acaban de conceder la Medalla de Honor que otorga el Círculo de Escritores Cinematográficos. Pero, una vez más, ha escogido el retiro frente a los focos. El silencio a las luces que le recuerdan lo que fue: parte esencial de la memoria colectiva de este país. Actriz y cantante, además. Buena actriz y buena cantante.
Foto: EFE
Para las personas de mi generación, aquellas que atravesamos ahora ese tramo que va de los cuarenta a los cincuenta años, Marisol ya era Pepa Flores. La Pepa de las últimas interpretaciones, la de la voz quebrada, la de las manifestaciones políticas, la del puño en alto, las hermosas arrugas en el rostro y la sonrisa teñida por el abundante tabaco. La Pepa que le pedía al marinero que le hablase del mar porque esa era la canción que seguía sonando cuando se la recordaba desde las radios de madrugada, la que empezaba a refugiarse en el silencio, en los paseos de estrella en retirada acompañada de sus perros por una ciudad tranquila y con sol, lejos ya del ruido. Un poco lejos ya de casi todo.
Atrás quedaban las películas infantiles, las canciones juveniles, el pelo alborotado y las medias de color de las chicas ye-ye, los matrimonios fallidos o no fallidos, el impacto de su desnudo en Interviú y la historia de un país en blanco y negro, feo y triste blanco y negro, que continuaba haciendo (buenas) películas sobre la guerra civil y que no era sólo su país sino el de todos, con la memoria viva y a cuestas pero sin el afán de la venganza.
A mediados de los años ochenta, cuando Almodóvar le iba poniendo color y prestigio a España en medio mundo, cuando Charo López ya se había masturbado en aquella prestigiosa serie basada en la novela de Gonzalo Torrente Ballester y Carmen Maura rompía las pantallas interpretando a una mujer transexual atrapada en una encrucijada de deseos, cuando los libros más vendidos eran los de los escritores que tenían algo que decir y no los de esos cuatro rostros que salen a todas horas por televisión (qué cansancio) sin aportar nada, cuando todo parecía que iba encarrilado hacia la cultura y la modernidad bien entendida, ella, la Marisol que ya se había convertido en la Pepa Flores más sensual, la Pepa Flores de Mario Camus y Carlos Saura, se retiró. De modo discreto pero contundente. Como esas mujeres que, hartas de su pasado, cogen una maleta en medio de la noche y se van tranquilamente y sin traumas a contemplar los atardeceres a una ciudad sin más ruido que el del mar cuando se torna antipático o decididamente violento. Como esas mujeres que prefieren la penumbra a las luces, la poesía a la televisión, la piel al plástico, las palabras con amigos a los rencores, el whisky en solitario al whisky compartido.
A Pepa Flores le acaban de conceder la Medalla de Honor que otorga el Círculo de Escritores Cinematográficos. Pero, una vez más, ha escogido el retiro frente a los focos. El silencio a las luces que le recuerdan lo que fue: parte esencial de la memoria colectiva de este país. Actriz y cantante, además. Buena actriz y buena cantante. La belleza adolescente e inquieta que se convirtió muy pronto en una mujer que hizo del silencio una forma elegante de vida. Una forma de vida, sin más. Una mujer de rostro grave, aunque no desaparezcan del todo las sonrisas (teñidas por el tabaco, sí). Que escondió sus dolores y se definió a sí misma, probablemente sin pretenderlo, como lo que venimos interpretando por un mito. Entre silencios, entre sombras, entre misterios, entre secretos. Entre ese humo que se esfuma y ese otro que señala que hubo una espléndida hoguera. Aquí no cabe hablar de juguetes rotos. Sólo de una mujer que se aleja de la cámara, de las cámaras, y que, sin haberlo dicho todo, la aupamos a lo más alto. Posiblemente, a su pesar. Y porque se lo merece.