El aullido de Aitana

El aullido de Aitana

En Medea, Aitana se arrastra, se retuerce, se estremece: todo ello violentamente. El propio aullido que brota de su garganta y de sus entrañas la atraviesa como un rayo que quisiese aniquilarla y darle vida (vida para crear muerte) al mismo tiempo.

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Foto: EFE

Medea es la mujer herida, humillada, traicionada, enloquecida. Sacerdotisa del amor llevado hasta sus últimas consecuencias y de la monstruosidad más espantosa. La mujer que no acepta su destino, su destierro, y planifica las venganzas más terribles, más sangrientas, más despiadadas. Esas venganzas que culminarán, como sabemos, con el asesinato de sus propios hijos. La mujer que convierte su grito en aullido desgarrador. Todo comienza, en esta arriesgada y sobresaliente versión a cargo de Andrés Lima, como un ciclón, como un paisaje ferozmente arrasado por los sentimientos desmedidos, como un terremoto que presagia lo que vendrá poco después. La sinrazón, el amor excesivo y enfermizo, la brutalidad, la batalla encarnizada, la muerte. El ruido que es una constante en toda la obra desde el momento en que Medea se sube al escenario marcando el ritmo con el sonido de sus tacones negros y que sólo se verá levemente dulcificado con las canciones que dan un poco de tregua al desenfreno. Canciones como nanas que dan una breve tregua al espectador, sí, pero no a Medea que, sumida en su arrebatado dolor, sigue maquinando atrocidades. El grito, mientras planea la venganza final, ya se ha convertido en ese aullido desgarrador que mencionaba antes. No hay vuelta atrás. Su dolor no conoce límites. Y sus ansias de destrucción, tampoco. No hay mayor dolor que el amor, repite Medea a modo de lema premonitorio, preparándonos ya para ese apabullante desenlace que, aunque conocido, no deja de conmovernos.

Aitana Sánchez-Gijón -después de ser la gata de Tennesse Williams, la criada de Jean Genet y la Chunga de Mario Vargas Llosa: por citar tres de sus trabajos teatrales más representativos- es Medea. Su entrega y su transformación son absolutas. Aunque su cuerpo -maternal, perfumado en otro tiempo para las caricias o enfangado en sangre, barro y plumas de peligrosos conjuros- juega un papel muy importante, con la mirada y la voz compone lo más temible de su personaje: esa Medea arrasada por los sentimientos, esa Medea casi terrorífica. Más que a la Medea de Nuria Espert, personaje fundamental en la carrera de la actriz catalana, esta Medea de Aitana me remitió por momentos a algunos de los tramos más salvajes de la Espert de La violación de Lucrecia. El mismo nivel de transformación, de sacar la voz de lo más hondo de las entrañas, de colocar la mirada en ese punto donde la cordura va diluyéndose y perdiendo su significado real. Aitana se arrastra, se retuerce, se estremece: todo ello violentamente. El propio aullido que brota de su garganta y de sus entrañas la atraviesa como un rayo que quisiese aniquilarla y darle vida (vida para crear muerte) al mismo tiempo. Aitana ha ganado el premio Ceres por este trabajo, y no es extrañar: en su interpretación (transformación) sólo tiene cabida el elogio. Lo mismo hay que decir de sus compañeros de escenario.

Y sí, aún perdura, tiempo después de abandonar el teatro, de regreso a casa por las calles solitarias, el aullido seco y desgarrado de Medea o de Aitana, que viene a ser lo mismo.