El amor como una trampa mortal (o casi)
Un hombre yace en la cama de un hospital. Y otro hombre, más joven, pintor madrileño de familia acomodada, va a visitarle. A veces, esas visitan no le sientan demasiado bien al hombre mayor. El joven recuerda. Así empieza París-Austerlitz, la última -y duele saber que va a ser realmente la última- novela de Rafael Chirbes.
Un hombre yace en la cama de un hospital. Y otro hombre, más joven, pintor madrileño de familia acomodada, va a visitarle. A veces, según apunta una amiga, esas visitan no le sientan demasiado bien al hombre mayor. El joven recuerda. Así empieza París-Austerlitz (Anagrama), la última -y duele saber que va a ser realmente la última- novela de Rafael Chirbes.
El joven recuerda la historia de amor y de deseo que les unió. Los miedos, los delirios, los fracasos, las voces, las risas, los celos, las heridas, las noches sin fin, el sexo salvaje, los cuerpos sudorosos, el desamparo, la enfermedad, la maldita enfermedad.
Las calles de París que no salen en las postales ni en las fotografías, sobre las que nunca parece posarse aquel tiempo amarillo del que nos habló Miguel Hernández en su poema, la sordidez de algunos submundos, el otro lado de la realidad, el menos luminoso.
A veces, Jean Genet, aquel lírico ladrón, rebelde con causa, en el recuerdo. A veces, el dolorido Marlon Brando de la película de Bertolucci, también. Ahí, sin embargo, en el reverso de lo idílico, en el cuarto oscuro -real y metafórico- de cualquier ciudad, París también puede ser una fiesta. Una fiesta -como todas, en realidad- que pasará factura, que pondrá sobre la mesa las consecuencias de todos los excesos: el alcohol, las drogas, el sexo sin protección. Las consecuencias de vivir en determinados filos, de alcanzar numerosos límites.
El amor -se apunta en el texto- como trampa mortal. Las leyes de atravesar determinados deseos. Sus consecuencias. Sus desafíos. Sus peligros. El aullido de los últimos tangos (también en París). Vivir libremente. O vivir, a secas, como cada cual considera o puede, quién es nadie para juzgar. Verdaderamente, siendo honestos, todas las vidas, contagiadas por el exceso o no, terminan pagando su peaje. Denominemos como denominemos a la enfermedad que precede a la muerte, el sucio e inevitable peaje aludido, siempre perverso.
Rafael Chirbes ha escrito una novela desgarradora y hermosísima. Una exquisitez donde la luz trata de hacerse un hueco y arrinconar, sin mucho éxito, a la sombra. A las numerosas sombras que se resisten a esfumarse. El antes (¡qué bellos son los párrafos que evocan la infancia del hombre mayor que yace en la cama del hospital!) y el después.
El antes y el después, sí: del amor, del deseo, de la enfermedad. La confesión. El rostro en el espejo. Los rostros de los dos hombres ahí, en el espejo, sin máscaras. Frágiles, indefensos, hambrientos, hasta que terminen por difuminarse. La necesidad de recordar para, tal vez, reafirmarse en que ninguna vida es perfecta. Ni, seguramente, falta que hace.
El empeño por la creación (aquí, refiriéndose a la pintura, Chirbes utiliza sabiamente algunas consignas que bien podrían aplicarse a la literatura: como esas tonterías, disfrazadas de modernidad o algo parecido, que quieren apuntar, ay, a la genialidad). Luchar. Vivir. Desafiar. Amar. Desear. A secas. Sin más. Rotundamente. En el París que no aparece en las postales ni en las fotografías.
Esta novela, la última de un escritor al que empezamos a añorar justo en el momento en que descubrimos su muerte, sobrevuela sobre el resto de su impecable obra para situarse entre sus textos más íntimos, feroces, delicados, sublimes.