Ángela Molina, una mujer irrepetible
Los que hemos visto casi todas sus interpretaciones (ay, aquellos cines hoy ya desaparecidos), si dejamos que la memoria haga su papel, podemos escuchar su voz quebrada. Esa voz que no se parece a ninguna otra voz, y que nos cautiva en cada personaje o en cada canción.
Foto: EFE
Ángela Molina acaba de recibir el Premio Nacional de Cinematografía. Miro fotografías antiguas y fotografías recientes de la actriz (muchos recortes y muchas fotografías que he ido conservando a lo largo de todos estos años) y pienso que es una de las mujeres del mundo de la interpretación que mejor ha sabido envejecer. Seamos sinceros: del mundo, en general.
El misterio sigue ahí, en unas fotografías y en otras, imperturbable. Su belleza y la intensidad que desprende su mirada, también. De joven y de mayor, Ángela juega con su pelo largo y negro, mueve las manos o las entrelaza (casi como una flamenca), desprende todo su magnetismo, taconea en el suelo, se sujeta o exhibe el pecho, ríe abiertamente, se pone seria, se muestra inocente o turbia, descarada o frágil, tímida o sexual, se tapa con un paraguas rojo o con un paraguas verde, se cubre con una escueta sábana o con el hábito de una monja, junta los labios como si lanzase un beso al viento o a cada una de las personas que vamos a contemplar esas fotografías (que las vamos a recortar y a conservar, como los buenos mitómanos que ya no dejaremos de ser), o los cierra con mucha fuerza, como si no quisiera sonreír más por el momento o un recuerdo hiciese su aparición de repente y lo cubriese todo de un espeso silencio. De tristeza, de melancolía, de dolor. Un breve fundido en negro. Luego, ya en la misma sesión de fotografías, vuelve a sonreír. Regresa la luz. Regresa la alegría. Desaparecen los miedos. Lo tenebroso que habita en ellos. La pausa ha durado unos minutos, sí. Pero la vida, ella bien lo sabe, continúa. No se detiene. Como no lo hicieron las arrugas que convirtieron aquel jovencísimo rostro en el rostro de una mujer madura, tan rotunda y especial como entonces, cuando casi era una niña y los focos la amaban tanto como los directores con los que trabajaba. O como ella misma amaba (y sigue amando) a su padre, don Antonio Molina, y al resto de su familia, esa saga.
La voz no se puede escuchar contemplando esas fotografías. O acaso sí. Los que hemos visto casi todas sus interpretaciones (ay, aquellos cines hoy ya desaparecidos), si dejamos que la memoria haga su papel, podemos escuchar su voz quebrada. Esa voz que no se parece a ninguna otra voz, y que nos cautiva en cada personaje o en cada canción. Tan repleta de matices está, tan honda en su originalidad, tan identificable con ese rostro ahora joven, ahora mayor, según la fotografía o el recorte, según las luces que enfoquen el rostro o las luces que apuntan al recorte o a la fotografía y que van cambiando ya con la soleada y calurosa tarde de verano que no termina y en la que nos hemos enterado de ese nuevo y merecido premio.
Es en esta tarde de verano larga y lenta cuando recordamos de nuevo lo que es Ángela Molina: una actriz única, una mujer irrepetible, que no nos cansamos de mirar ni de escuchar, aunque ahora aquellos cines, los que eran verdaderamente nuestros, hayan desaparecido para siempre. Y aquella imagen (imagen que se superpone a muchas otras, formando una especie de gigantesco puzzle, que también nos pertenece), en una de aquellas pantallas, comiéndose un melocotón y luego dejándolo en el suelo para regocijo de las hormigas, seguirá siendo una de las más hermosas y sensuales de todo el cine español. Bigas Luna sí que sabía.