'Zeitwende', cambio de era: la relación UE-EEUU desde el Parlamento Europeo
Es un principio asumido en el que, ante estos retos epocales, la UE debe apresurar también su determinación de adquirir la estatura de un actor global.
Zeitwende, change of era, cambio de época: en todas las lenguas de la UE se han expandido con prisa las fórmulas literarias que intentan describir la aceleración global impuesta desde los comienzos de esta segunda década del siglo XXI, sobre la que se explayó Olaf Scholz, canciller alemán en su intervención ante el Pleno del Parlamento Europeo (PE) la semana pasada en Estrasburgo.
Es un principio asumido en el que, ante estos retos epocales, la UE debe apresurar también su determinación de adquirir la estatura de un actor global, que acompase su comportamiento —y sobre todo sus rendimientos— a las promesas proclamadas en el Tratado de Lisboa (TL). Ello exige plasmar en realidades tangibles su voluntad de adquirir una Política Exterior, de Defensa y Seguridad Común (PESDC), un objetivo inaplazable —y, sin embargo, demorado— en el que se está empleando a fondo el High Rep. Josep Borrell, jefe de una diplomacia urgida de mayor eficacia y reconocimiento.
Ni el empeño ni sus dificultades son asunto menor. Nuestra autonomía estratégica —de la que es un componente nuestra autonomía energética— requieren de una especial reconsideración de la relación transatlántica, con la que se comprende el vínculo entre la UE y los EEUU. Si durante la presidencia Trump, por causas apenas requeridas de explicación aquí, esa relación atravesó sus mínimos históricos, todo hacía esperanzar que con Joe Biden en la Casa Blanca y sus Administración demócrata podríamos acometer constructivamente muchos asuntos pendientes, entre los que sobresalen la definición de un rol de la UE dentro de la OTAN en la que se describan círculos concéntricos complementarios y compatibles entre sí, no idénticos ni de absorción, ni mucho menos aún de seguidismo acrítico de la agenda exterior y de Defensa de EEUU.
Ejemplifican esta complejidad no sólo la interlocución de la UE con los BRICS —Brasil, Rusia, China, India, Sudáfrica—, un bloque de grandes países conjurado para intervenir de manera decisiva en la gobernanza global con la declarada intención de no permitir que EEUU interprete unilateralmente, conforme a sus intereses, un mundo multipolar, sino la necesidad existencial de asegurar una relación con los demás en que los valores e intereses distintivos de la UE no nos supongan un lastre ni impongan una dificultad punto menos que insuperable para llegar a acuerdos con tantos terceros países cuyos estándares democráticos y de derechos humanos —piénsese en Rusia y China— son ostensiblemente inferiores, y peores, que los propugnamos como eje director de la diplomacia europea y de su masivo esfuerzo de cooperación al desarrollo y de ayuda humanitaria (de lejos, la mayor del mundo).
Buena parte de las críticas respecto de la agenda exterior y de seguridad de la UE, expresadas en los análisis internacionales y en las publicaciones especializadas, descansan precisamente en el reproche de subordinación a las grandes apuestas estratégicas de EEUU, más sólidas y permanentes de lo que se pensaría si se comparan las diferencias entre la Administración Trump y la de Biden. Y, sin embargo, con todas las divergencias históricas e institucionales que caracterizan nuestras democracias a uno y otro lado del Atlántico, la apreciación de los valores constitucionales de una ciudadanía revestida de derechos y libertades garantizados por una Justicia creíble por su independencia sigue entretejiendo un mandato de entendimiento mutuo y cooperación preferente.
Este vector adquiere una singular importancia ante la inmensidad de los desafíos de un mundo que muchos califican como de desorden global, con actores no estatales y crimen organizado de impacto transnacional, y con no pocos actores estatales de tamaño gigantesco que, como Rusia y China (con indicios preocupantes de réplica en la agenda ultranacionalista de la India de Narendra Modi), se desentienden sin complejos de cualquier forma de compromiso con la legalidad internacional y con los derechos humanos, alegando a menudo en su descargo que EEUU ha violado mil veces una y otros por medio de su fuerza bruta sin haber llegado nunca a responder ante nadie.
Pese a las aristas que surjan —y el tiempo que haya que emplear para limarlas—, la constructiva fluidez de la relación UE/EEUU es una precondición para que la diplomacia europea pueda abordar la influencia de China y Rusia en nuestra vecina África, para acordar la gobernanza de los recursos del Ártico ante el deshielo causado por el calentamiento global (Suecia, Finlandia, Dinamarca, EEMM de la UE, junto a RU, Noruega, Islandia, entre otros estados europeos, esperablemente de la mano de EEUU y Canadá, habrán de encararse con Rusia cuando vuelva a ser posible hablar con quien se encuentre al frente del país más grande de la Tierra) e incluso para concluir con éxito grandes acuerdos comerciales con conjuntos regionales de Estados latinoamericanos.
Importa, por tanto, que el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, ante la inminente presidencia semestral española del Consejo de la UE en un tiempo dirimente para la Legislatura 2019/2024 del PE y la Comisión Europea, tenga interlocución directa con Biden en la Casa Blanca, 12 de mayo de 2023. En coincidencia con esa cita, una Delegación de la Comisión de Libertades, Justicia e Interior (LIBE) del PE discute en Washington DC el nuevo marco transatlántico de transferencia de datos (EU/US New Data Transfer Framework), con el propósito de concordar de una vez (tras dos sentencias del TJUE, en 2015 y 2020, anulando los Acuerdos previamente alcanzados (Safe Harbour y Privacy Shield) por no ajustarse al estándar europeo de garantía de la privacidad y la confidencialidad de los datos personales (art.8 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE), sin duda el más alto del mundo.
El objetivo de trabar un marco de transferencia de datos personales que provea seguridad y al mismo tiempo garantías para la ciudadanía —y el PE, no se olvide, representa a la europea desde la legitimidad directamente democrática de su sufragio universal en todo los EEMM— ilustra la dificultad de encontrar un equilibrio entre identidad europea y voluntad de cooperar con el aliado transatlántico.