‘The Seven Streams of the River Ōta’, hubo una vez…
Siete horas de espectáculo en los Teatros del Canal en el marco del Festival de Otoño.
Cuando Pilar de Yzaguirre anunció su programación para esta edición del Festival de Otoño de Madrid 2024 que se celebra estos días dio una alegría a los aficionados y seguidores de este festival incluyendo The Seven Streams of the River Ōta. Por fin se iba a estrenar en España el icónico espectáculo de Robert Lepage con su compañía Ex Machina. Y se ponía durante suficientes días y en una gran sala, como es la sala roja de los Teatros del Canal, para que no hubiera que matar por una entrada, como suele ocurrir cuando se anuncia una obra de este director y de su compañía.
La producción es un reto tanto para el equipo artístico como para el espectador ya que dura siete horas. Es cierto que, con muchos intermedios de veinte, diez o cinco minutos. Y una pausa larga de cuarenta y cinco minutos para tomar un refrigerio a horario europeo. En un teatro que sigue sin tener una cafetería y en un lugar donde hay bares relativamente cercanos, pero no al lado, lo que ha obligado a salir corriendo para tomar algo y volver, si no se quería cenar más allá de las once de la noche.
Nada de esto ha amilanado al público que ha agotado entradas. Y no solo ha encontrado el lugar para cenar a las ocho de la tarde, sino que ha hecho un hueco en sus agendas para ver esta obra larga que comienza en la tristemente conocida ciudad de Hiroshima. Lugar donde los norteamericanos tiraron la bomba atómica certificando así el fin de la Segunda Guerra Mundial, y donde se encuentra el nacimiento de los siete afluentes del río Ōta.
Allí, una niña, que miró al hongo nuclear, se quedó ciega. Allí, su madre quedó desfigurada por el calor de la radiación atómica. Son las personas afectadas que se identifican en la obra, pero fueron muchos a los que la radiación de la bomba enfermó cuando no los mató. Efectos que Estados Unidos decidió documentar mandando soldados para fotografiar los daños que habían causado en la población civil.
Uno de esos soldados, casado y con hijos, queda fascinado por una japonesa, con la que acaba teniendo relaciones sexuales. Y, como en la Madama Butterfly de Puccini, de esos polvos nace un niño, al que en la obra se le describe como banana: “Amarillo por fuera pero blanco por dentro”.
Un niño que crecerá con un ojo puesto en la cultura japonesa, y otro en la cultura norteamericana. Y que de joven adulto viajará al Nueva York de la contracultura, dándose de bruces con la cultura de las drogas que comenzaba entonces, para buscar a sus hermanastros y a su padre. Un viaje que le proporcionará unos conocidos de muy diversa procedencia que de alguna manera le acompañarán durante toda su vida. Al menos en los momentos importantes.
Las derivas que toma cada uno de estos personajes y las relaciones de amistad que se producen entre ellos a lo largo del tiempo se suceden en escena con una simultaneidad y una continuidad cinematográficas. Marcas de la casa. Algo que se consigue, curiosamente, con recursos fundamentalmente teatrales actualizados con la tecnología del siglo XX. Sí, del siglo XX porque esta producción se estrenó en 1994. Hace la friolera de treinta años.
Y sí, es fascinante lo que se cuenta y cómo se cuenta, en términos narrativos. Sobre todo, para aquellas personas que ven por primera vez un Lepage/Ex Machina de estas dimensiones. No es lo mismo para quien ya ha visto otras obras suyas en otras ediciones del Festival de Otoño. Tan largas como esta y, quizás, más maduras al ser posteriores, aunque se reconozcan que muchos de los momentazos de esas otras producciones ya se ven en The Seven Streams of the River Ōta.
Una producción en la que chirrían los pequeños detalles. Como que se oigan los mecanismos de la tramoya, aunque se esté bastante alejado del escenario. O que la música entre a destiempo. O que en un intenso momento final, falle una proyección. Algo mínimo, nada grave, pero que no se recuerda de otras producciones de esta compañía, en lo que todo funcionaba como un reloj suizo. Excepto en The Andersen Project, que también se pudo ver en este festival, en el que se cayó el techo y hubo que cancelar cuando le quedaba poco para terminar. Aunque en este caso, ni Lepage ni la compañía tenían responsabilidad.
No se sabe si es por estos pequeños detalles o por qué, alguien que haya seguido a Lepage a lo largo de su carrera, seguirá apreciando el trabajo y el esfuerzo titánico que supone una producción con los recursos de esta. Incluso puede disfrutar con la historia. Ya que un melodrama como este y con tanta intensidad y humor, sigue funcionando. Al menos entre el público teatral que busca productos artísticos antes que comerciales.
Sin embargo, se preguntará hacia dónde lleva este esfuerzo. A parte de la historia que se quiere contar. No está claro. Se tocan muchos temas. Desde las consecuencias de la guerra al interés de los occidentales por las tradiciones japonesas. Desde la contracultura y su peligrosa liason con las drogas, hasta el sida, enfermedad grave e incurable que estaba produciendo en los noventa mucho sufrimiento y tanta mortalidad entre los afectados que llegaron a recurrir al suicidio asistido, más conocido como eutanasia. Desde el nazismo hasta el zen. Desde el amor de pareja hasta el amor maternal y fraternal.
Viéndola hasta el final da la sensación de que quién mucho abarca poco aprieta. Y esa intensidad mágica que se percibía en sus espectáculos, ya no se produce. Algo se ha perdido con el tiempo. Quizás porque ha cambiado el contexto. Pero puede que también haya cambiado el público, sobre todo de festivales. De tal manera que lo que antes asombraba, haya dejado de hacerlo. Porque de alguna forma se ha normalizado como trabajan.