Retorno al nacionalismo pragmático
Con la sociedad catalana satisfecha con la nueva situación, el nacionalismo deberá seguir desempeñando su papel con el posibilismo pragmático de antaño.
Las elecciones catalanas del pasado 12 de mayo, en las que se impuso el Partido Socialista de Cataluña, que ya gobierna con el respaldo de Esquerra Republicana de Cataluña y de los Comunes, han supuesto, según la mayoría de los observadores, al final del Procés, una peripecia política que arrancó con la cancelación por el Tribunal Constitucional del nuevo estatuto de Cataluña de 2006 y que ha concluido con unas medidas de apaciguamiento —los indultos, la amnistía— y un acuerdo de financiación que es de momento una simple declaración de intenciones pero que marca un rumbo federal para todo el país.
El problema catalán, enquistado desde el siglo XIX, pero bien embridado por la democracia en el proceso constituyente de 1978, renació en la primera década de este siglo cuando, retirado Jordi Pujol en 2003 (el President siempre había sido una referencia de moderación), el tripartito presidido por Maragall planteó la necesidad de revisar la instalación de Cataluña, con la aquiescencia de Rodríguez Zapatero en La Moncloa. Entre otras cosas, Cataluña exhibía unas balanzas fiscales supuestamente injustas y reclamaba una mejor financiación.
La negativa de la derecha a la reforma de la carta catalana fue clamorosa y frontal. Hubo una campaña desaforada del PP en todo el Estado contra el nuevo Estatuto de 2006, y muchos pensamos que el Tribunal Constitucional no supo resistirse a la exorbitante presión de Génova contra aquella reforma, que fue mutilada mediante la sentencia de 2010, que se consideró un gesto altamente ofensivo del Estado contra el Principado.
Como es conocido, en 2008 sobrevino la gran crisis económica y financiera global que frustró las ilusiones de un Occidente que se consideraba ilimitadamente próspero y que, en España, nos estaba entregando un refuerzo muy considerable del estado de bienestar. La crisis desacreditó a los partidos tradicionales, que ni la habían previsto ni sabían cómo afrontarla; dio lugar a una recomposición de la representación política (surgieron Podemos y Vox) y fragilizó el régimen constitucional. El nacionalismo catalán pasó a ser una opción rupturista, disidente, heterodoxa, frente a la impericia de «Madrid», la eterna causa de todos los males según el catalanismo político radical, tanto progresista como conservador.
En 2011, ganó Rajoy las elecciones generales con mayoría absoluta, con lo que el soberanismo catalán salió muy reforzado por reacción. En 2012, Rajoy enterró la propuesta de pacto fiscal que le había formulado el entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, y la disidencia nacionalista catalana fue creciendo hasta una primera eclosión con el “proceso participativo” —un referéndum más o menos informal en realidad— el 9-N de 2014, que tuvo que ser cancelado por el TC y que desembocó en la inhabilitación de Artur Mas en 2017… El resto de la historia es más reciente y debe estar en la memoria de todos: tras las leyes de desconexión del 6 y el 7 de septiembre de 2017 en el Parlament, se celebró sin autorización el referéndum del 1-O. El Gobierno recurrió al art. 155 CE para suspender la autonomía catalana y el Supremo condenó a severas penas de prisión a los protagonistas de aquel referéndum ilegal, aparentemente a medio camino entre la sedición y la rebelión.
La inoportuna pandemia de 2020 no ayudó a resolver los problemas españoles, pero a pesar de ella se dieron pasos hacia la distensión. El gobierno de Pedro Sánchez, que había surgido de la convergencia progresista frente a una derecha consumida por la corrupción, optó con las lógicas dificultades por recorrer el camino de la distensión, del apaciguamiento. La sociedad catalana, con sus principales medios de comunicación al frente, apostó por aquella vía, a la que no pudieron hurtarse la conservadora posconvergencia y la progresista Esquerra Republicana.
El barómetro del CEO de la Generalitat -el CIS catalán- detecta que el apoyo ciudadano a la independencia de Cataluña se sitúa hoy en mínimos históricos, ya que solo un 40% de los encuestados son partidarios de la secesión, la cifra más baja de la serie histórica iniciada en 2015, en la que nunca había bajado del 41%. En cambio, el porcentaje de personas contrarias a la separación alcanza ya el 53%, el más alto en el periodo analizado. Hace cuatro meses, estos dos grupos eran el 42% y el 51% respectivamente. Por otra parte, un 34% de los encuestados prefiere que Cataluña siga siendo una comunidad autónoma, un 31% aspira a que sea un Estado independiente, un 22% opta por un Estado dentro de una España federal y un 7% por el rango de región. De este modo, el porcentaje de partidarios de que Cataluña sea una autonomía es el más alto de la serie histórica, mientras que el de los que pretenden que se convierta en un Estado independiente se mantiene en su índice más bajo en los últimos tres barómetros del CEO.
Así las cosas, con la sociedad catalana satisfecha con la nueva situación, el nacionalismo deberá seguir desempeñando su papel con el posibilismo pragmático de antaño. El desiderátum soberanista vuelve a estar muy lejos y la sociedad catalana exige que sus políticos se dediquen a resolver sus problemas del día a día, y abandonen hasta mejor ocasión sus románticas utopías.