A sus pies
Dos relatos estivales.
A CUENTO DE QUÉ
Si ya en los dos veranos anteriores les brindé una sombrilla de cuentos (no todos refrescantes), reincido en este con la confianza de que alguno mitigará la soledad de la tumbona.
Para ustedes he convocado a magos provincianos, pobres de pedir, una yegua imbatible, una hábil timadora, una cajera despistada, una baraja de fotos escandalosas…
En todos ellos intenté convocar a las Musas, pero estas habían cambiado sus vacaciones para ir a votar.
Lleva un buen rato preguntándose para qué reservó, mientras observa a una docena de abnegadas chinas (vestidas con una grisura que solo rompe el castañeteo del pantone con el muestrario de lacas) que, dobladas sobre uñas ajenas, le recuerdan con un escalofrío aquel poblado (¿era turco?) donde, entre la miseria y la endogamia, la gente caminaba a cuatro patas.
Las afanosas currantas, de vez en cuando, levantan los ojos del barreño azul en que reposan los pies de las clientas hacia el reloj impasible y estiran sus cuerpos menudos para convencerse de que tienen espalda.
Las mascarillas impiden ver los gestos de cansancio,
La clienta frente a ella también abraza un bolso de Furla .
-Seguro que el tuyo es auténtico -malicia- Bien podrás, “furlana”.
Al concluir el servicio, la mujer saca el teléfono del falso bolso de Furla; la dueña le indica, con más gestos que palabras, que allí no se admite el pago electrónico, que solo los billetes son bien recibidos.
-Solo son tleinta y siete eulos, señola.
Dándole la razón, el gato mecánico agita su puño cerrado entre la avaricia y la amenaza.
La mujer intenta enarbolar una explicación: no hay problema, puede ir a su casa, vive cerca, y regresar en pocos minutos. La jefa resuelve la cuestión taxativamente:
-Banco al lado. Tú deja calné.
-El carné, claro. Aquí lo tiene. Enseguida vuelvo.
Ya en la calle, pasa por delante del cajero automático sin detenerse en él, dobla la primera esquina y acelera el paso.
Lo primero que hace al llegar a su casa es desprenderse de las pestañas postizas y quitarse la peluca para dejarla con las otras, un arco iris de pelo fingido en una de las estanterías.
Enciende un cigarrillo con un Dupont de imitación. Se sitúa ante el scanner y comprueba que la impresión de los seis carnés, cada uno con un nombre y una melena distintos, progresa adecuadamente.
Después, solo queda plastificarlos.
Se sopla las manos impolutas, agita los dedos de los pies como si fueran recién nacidos, y respira complacida ante lo bien que le han dejado las uñas.
PASOS DE GOMA
Bajó del tren sabiendo que todos lo miraban, con mayor o menor disimulo, y no sabía si disfrutaba más del deseo que su anatomía musculosa provocaba en las mujeres o de la envidia que adivinaba en los hombres. En el carro de equipaje llevaba las maletas de cuero que declaraban su vida dinámica; sobre ellas, para que pudiera ser visto sin duda, el estuche de las mancuernas, perfectamente reconocible, prueba del esfuerzo al que sometía a sus músculos para conseguir el volumen de bíceps que despertaba la admiración de los demás.
Jamás le importó que le llamasen narcisista; por el contrario, se enorgullecía del término que indicaba que, con enconado esfuerzo, había sido capaz de convertirse en su mejor obra. Una obra de arte, si lo pensaba un poco: cuerpo restallante y atlético, dentadura perfecta, ropa entallada y con los colores desvaídos que declaraban un estilo propio, ajeno a las ridiculeces de la moda; la agenda del teléfono con los números y direcciones imprescindibles para evitar las intromisiones de la mediocridad…
Pensó que podría sacar su pitillera cuando llegara al exterior y encender un vistoso cigarrillo inglés; pero el vulgo no merecía la exhibición; la reservaría para la terraza de la Puerta de Alcalá, donde proliferaba gente de su estatus que sabría apreciarlo.
Llegó al aparcamiento de la estación, maliciando que el arquitecto debía de estar en busca y captura.
-En el quinto coño, y con lo que te cobran por guardarlo unos días, ya podía estar a mano y a salvo de mugre.
El eco que la techumbre le devolvió no era el de su voz ni el de sus pasos, sino uno desacorde, mullido y clandestino: en cuanto se giró, contempló al hombre que lo seguía a escasa distancia.
No había nadie más en esa zona del aparcamiento; eran contados los que pagaban la tarifa de la guarda prolongada. Su coche estaba al fondo, y el perseguidor había aprovechado su parada para acelerar el paso. Disimulando el temblor, se detuvo para guardar i-Phone y Rolex en la bolsa de cuero a la vez que extraía el spray de pimienta.
La frialdad del metal le llevó a pensar en la navaja que intuía en el bolsillo del otro. Era, lo sabía, uno de tantos desgraciados que no le perdonaba el éxito conseguido y que no dudaría en clavarle la hoja y despojarle de cuanto poseyera.
La repuesta fue instantánea y merecida: la pimienta roció su rostro impidiéndole respirar y convirtiendo sus ojos en pulpa ardiente. Un certero gancho lo estrelló contra el asfalto.
El portazo del coche le impidió escuchar la astillada voz.
-Joder, si yo solo quería el euro del carrito…