Con mucho morro
Receta de morros de ternera con vieiras al chile ahumado.
Si algo me incomoda, paradójicamente, es escribir recetas.
Tal vez por eso, en las mías, que borbotean por centenares en papeles impresos o en la olla de Internet, hay más exabruptos que sal y ese tono informal y atípico.
Intuyo que a algún meapilas le tembló el cuchillo cuando, para aludir, digamos, a un picado de verduras a la buena de Dios, yo añadía “a hostias”.
Tampoco es infrecuente que se me olviden ingredientes. “No por ello, dexará de estar bueno,” hubieran dicho, disculpándome, mis colegas Montiño o Granado en el declive del Barroco.
Sin embargo, hay recetas, esas que surgen en afortunadas noches en que la musa no cena con otros, que merece la pena compartir. A ello voy, aprovechando que en estos días, postrimerías del Día das Letras Galegas, brindo en Viridiana esta delicia fuera de carta:
MORROS DE TERNERA CON VIEIRAS AL CHILE AHUMADO
Ingredientes (para diez personas o familias del Opus):
4 hermosos morros de ternera (que rondarán los 3 kg.)
1 kg. de medianas vieiras canadienses o una docena de galaicas “conchas de Venus” (que sí, joder; ya sé que sobra alguna, pero yo repetiré. Y puede que usted)
3 tomates maduros
3 zanahorias
3 puerros
3 cebollas
1 cabeza de ajos
3 hojas de laurel
2 chiles chipotle (hoy, por fin, se venden secos en la mayoría de tiendas latinas)
2 kg. de chirivías (intuyo que el nombre es una deformación fonética de “chirimía”, el instrumento que aún atruena la dehesa cuando lo sopla el perrero para azuzar o reunir a su rehala. Lo cierto es que la chirivía imita esa forma y, en cuanto la desentierran, se curva y su albo color vira al dorado, insinuando una trompeta oxidada)
1 cucharada de excepcional pimentón dulce (El Sequero se llama el que derrochamos en Viridiana. De la feraz Candeleda e insuperable)
Aceite de oliva
Siempre sal gorda
Pimienta negra
Perejil
ELABORACIÓN
Después de lavarlos bajo el grifo, tampoco tanto, que esa melosa parte con la que se besan las vacas suele estar impecable, procedemos a dar un leve hervor a los morros (sea el sumidero el destino de esa agua espumosa), antes de cocerlos en la olla express, pues en cacerolas convencionales la cocción puede prolongarse hasta seis o más horas, simplemente cubiertos de agua y en compañía de la parte verde de los puerros, el perejil, el laurel, la mitad de los ajos, sin pelar, y algo de sal gorda. Sobra decir que el caldo resultante lo reservamos para más altos fines.
Bien escurridos los morros y aún templados, los aburrimos en vueltas de film transparente, apretando bien por las puntas de manera que, compactados, formen gruesos rulos; tres o cuatro, digamos, para esa cantidad.
Así, y para que su propia gelatina haga el trabajo, los dejamos dormir doce horas en la nevera.
Mientras tanto, nos va a sobrar tiempo, asamos en el horno los tomates junto a los ajos restantes, las cebollas, los puerros y las zanahorias peladas; todo ello cortado a hostias (¿no les dije?).
Cuando los vegetales hayan perdido la vergüenza, blandos y doraditos, los extraemos del Averno y los añadimos al caldo de la cocción.
Cuando borbotee el caldo de verduras, arrojamos los chiles que, limpios de semillas, habremos sofrito un instante hasta que, encabronados, hayan adquirido una tonalidad más oscura. En el poquito aceite resultante, expandimos, removiendo y con el fuego muy bajo, la cucharada de pimentón, a la que añadimos caldo de inmediato para que no se queme, y lo agregamos al resto.
Un viejo colega me alertaba de que el encuentro del pimentón con el aceite y el fuego tiene que ser fulminante como la mirada de una morena. A mí, más de una vez se me ha quemado pensando qué tendría el hombre contra las rubias.
Tras diez minutillos de cocción, trituramos a conciencia y pasamos la salsa por el colador haciéndole bíceps a un cacillo. Salsa ya ligadita por las verduras y la gelatina del morro, levemente ahumada y apenas picante (los chiles chipotle son casi inofensivos).
Las vieiras, si salen del mar de Cunqueiro, bastará con abrirlas al vapor. Sin embargo, nada le reprocharé si estas, en vez de expresarse en la cantarina lengua de Rosalía, le arrullan en el tristón inglés de Leonard Cohen. Ayunas de coral y congeladas, las canadienses resultan, y que me disculpe Castelao, no menos tersas y delicadas que las gallegas. ¿Para qué recordar que las vieiras, como las angulas, son solo -¿solo?- fulgor y textura?
Ahora, pele las chirivías y, cortadas en asimétricos trozos, cúbralas de agua mineral y deje que cuezan un tiempo algo superior al que requieren las patatas. Así, y con el caldo justito, añada una granizada de sal y un relámpago del más fragante aceite antes de triturarlas con Minipimer o Thermomix, de forma que nos brinden un puré no muy denso y, cómo comprobará, de una frescura levemente anisada y sin parangón.
A falta de incandescente plancha, una buena sartén aceitada y a todo fuego bastará para dorar por ambas caras gruesas (no menos de tres centímetros) rodajas de morros, medallones de oro viejo que dispondremos, tres por plato, sobre el puré bien caliente de chirivías, culminando con una vieira si es gallega, jurásica y oronda como doña Emilia, o tres canadienses, escuálidas y sublimes como Margaret Atwood; en ambos casos, liberadas de la bisutería de su coral y doradas cara y cruz en la sartén. Alrededor, un tentador círculo de tan untuosa salsa.
Despida a los cuñados, esconda la báscula, saque una hogaza, descorche un ligero tinto de Galicia y brinden por la vaca y por Baco.