Madrastra Tierra
"La Tierra no nos protege, no nos cuida, no se alegra de que la pisemos día tras día".
Siempre que surge la vieja discusión que enfrenta a viajeros (noble linaje de descubridores cosmopolitas) y turistas (zafios individuos que arrasan con todo cuanto hallan a su paso en apresuradas excursiones), yo me decanto por estos últimos. En una cultura que codicia los lugares lejanos y las costumbre extrañas, no puedo criticar a quienes emplean sus pocos días de sosiego y su exiguo presupuesto en conocer islas, penínsulas y mesetas desde las que las sirenas emiten, machaconamente, sus cantos de tentación.
No niego que el turismo está generando problemas a los que no sabemos cómo enfrentarnos, desde el deterioro de paisajes y monumentos a la pérdida de las identidades, ahogadas por franquicias internacionales de consumo fácil y rápido, pasando por el insoportable aumento de la contaminación o el fomento de la explotación laboral por aquello de aprovechar la temporada.
Aplaudo a quien, de los cuatro días que puede permitirse, emplea el primero en visitar los monumentos de relumbrón y se guarda los otros tres para pasear, tomar café en bares sin historia ni decorado y contemplar lo que acontece a su alrededor.
Él nunca se jactará, como hacen tantos, de conocer el país hasta el punto de opinar sobre cualquier aspecto del mismo, sino que se limitará a encogerse de hombros y comentar en voz baja: por lo que yo pude ver...
Ahora, me pregunto qué sintió ese turista discreto, curioso e ilusionado, cuando el viernes por la noche (mientras disfrutaba de los caracoles, aromatizados por la hierbabuena, y la salmodia de los cuenta cuentos entre la algarabía de la plaza Yamaa el Fna, en Marrakech) la tierra tembló y. a su alrededor, cayeron tejas, adobes, voladizos, balcones, casas enteras, levantando nubes de polvo y espanto que no tardaron en ahogarlo.
He pensado en ese turista, al que ya he cogido cariño, al tiempo que en los miles de muertos, desparecidos y heridos, y en las decenas de miles de marroquíes que afrontan las noches y sus gélidas temperaturas al raso por miedo a que sus inestables casas se rindan mientras ellos procuran conciliar el sueño, porque él será el que nos cuente que un terremoto no sucede lejos, en otro mundo, sino en el barrio de al lado en este planeta que ya se nos queda pequeño, Y si no es un terremoto, puede ser una ola, gigantesca, un volcán que termina su siesta o un viento despeinándose contra púas de acero y hormigón que dobla sin ningún esfuerzo.
Ese turista (que, con seguridad, procurará marcharse cuanto antes y no hará por quedarse para ayudar a sus anfitriones, aunque siempre hay tipos excepcionales a los que admiro) habrá comprendido que la Tierra no nos protege, no nos cuida, no se alegra de que la pisemos día tras día.
Tampoco nos odia, ni busca acabar con nosotros, ni se defiende de nuestra barbarie.
No es, como pretenden algunos místicos, ni nuestra madre ni nuestra madrastra.
No es más que una roca que flota en el espacio, sujeta a una serie de dinámicas producto de su paulatino enfriamiento y de las fuerzas que los científicos tan bien conocen y que a mí apenas me saludan.
Va siendo hora de que acabemos con las ideas que nos consideran el fin para el que la vida evolucionó; no somos más que otro eslabón en la cadena, y no vivimos en comunión con la naturaleza, ni nos comunicamos con sus espíritus esenciales, ni atrapamos la energía cósmica en el hueco de nuestras manos.
Tampoco nos entendemos con los animalitos del campo, ni con los peces del mar, ni compartimos el vuelo con las aves. Si en ocasiones podemos nadar entre tiburones o los buitres no nos picotean, es por indiferencia, no por conexión de las almas.
Hay quien todavía ve en los conejos a Tambor, el compañero guasón de Bambi, y no carne para la paella o la plaga capaz de acabar con cosechas, o de transmitir enfermedades aún desconocidas.
Y no, los murciélagos no son los aliados de Batman.
Siempre he sostenido que vivir es defenderse. Y lo que demuestra el terremoto de Marruecos, como antes el tsunami de Tailandia y antes el terremoto de Haiti, y antes... es que sabemos defendernos de la Tierra hasta donde nos es posible, pero aún no hemos logrado salir con bien de nosotros mismos. Como en tantas ocasiones, han sido las viviendas de los humildes las que han enterrado a sus habitantes, y han sido las aldeas olvidadas las que han quedado a merced del desabastecimiento y las infecciones.
Mientras, las fotografías muestran el orgullo de los minaretes erguidos entre las ruinas, tal y como permanecen los palacios, las catedrales, las orgullosas torres en que habitan los poderosos.
En Japón y en California sufren tantos terremotos que no les importa hacer chistes sobre ellos. Por allí tienen dinero suficiente para excavar cimientos sólidos y erguir vigas flexibles y resistentes.
Aún no se han secado las lágrimas de los supervivientes cuando, de refilón, nos enteramos de que un ciclón ha arrasado Libia, dejando tras de sí miles de cadáveres y un país, otro, que se desintegra después de haber sufrido nuestro clásico abandono.
Un ciclón en el Mediterráneo… cada cual es muy dueño de sacar sus conclusiones, pero las erróneas lo seguirán siendo por más que vociferen.
Dejaremos atrás el terremoto de Marruecos (y las inundaciones en el desierto en el que Borges situó la ciudad de los inmortales) en pocos días, vayan ustedes a saber si por de un culpa de un incendio devastador o de una DANA loca. Ya nos estábamos olvidando de tantos que fueron expulsados de sus países cuando tembló la tierra a causa de las cadenas de los tanques, de los fanáticos armados, de los acaparadores de mineral, de los racistas orgullosos (¿orgullosos de qué?).
En el español del siglo XV, el terremoto era llamado territemblo, preciosa palabra castellana que sintieron con toda su furia los judíos cuando los hirientes cascos de los caballos y las pavorosas salmodias de los curas los arrojaron al mar, a impregnar Europa de nuestra peor memoria, la del odio.
Hace cincuenta años, el lunes se cumplió la nefasta efemérides, el suelo se abrió bajo los pies de los chilenos, tragándose la vida de muchos, la esperanza de todos y el sol en las alamedas. Un seísmo con bigote, gafas oscuras y uniforme de opereta destrozó de un plumazo el futuro.
Me consuela que la buena gente de Chile, en equilibrio entre el océano y los Andes, supiera resistir.
Con respecto a nuestro prudente turista, presumo que el año que viene buscará destino en el norte.