'Los gatos mueren como las personas' o la obra es rara
Una rara belleza que cuando es extrema y sincera, como esta obra, resulta brutal y fascinantemente fea mirarla a la cara.
"La obra es rara" dice una espectadora en la fila de atrás. Una espectadora que no dejará de comentar durante casi dos horas de función todo lo que le extraña y es mucho. Al menos le gusta la música, o eso repite. Muestra alivio cuando acaba la función. Da la impresión de que se hubiera ido si su acompañante no aguantara, acompañante que no se sabe por qué aguanta porque se oye darle la razón.
Ambas personas, junto a otros muchos espectadores, están viendo Los gatos mueren como las personas de Dan Jemmet en el Teatro Valle Inclán del Dramático. Y al escucharla hablar no se puede dejar de pensar qué espera esa espectadora del teatro. ¿Qué será para ella el teatro?
Una pregunta pertinente ante un espectáculo que, si es algo, es puro teatro. Pura representación. Artificio y juego. Y, por supuesto, la extrañeza que provoca una pieza en la que como público cuesta situarse. Pues en el escenario hay, sobre todo, misterio. El misterio del teatro que está excelentemente pensado y ejecutado.
Y tiene razón la señora. Es raro encontrarse con unos personajes en escena que al igual que en las sillas en las que se sientan, son personajes desparejos. Que funcionan por contraste. Que hacen equipo por contraste.
Se encuentran en un espacio oscuro, si no fuera por un bar retro, camp, un Museo Chicote de barrio. Donde un hombre que ha salido acompañado de un director/a/e de teatro se mete detrás de la barra mientras parece rechazar un ofrecimiento amoroso diciéndole que quiere a su esposa. Ante lo que el director/a/e le ordena un cubalibre. La bebida que beberán todos los personajes.
Todos, menos uno. Ese uno es un gafapasta que ha salido del baño que hay en el otro lado del bar. Vestido como si estuviera en una película berlinesa, de cuando Alemania estaba divida, o de un país del este de los años setenta, pantalones vaqueros de campana mediante.
Observa al resto de personajes con interés mientras se pone tibio de güisqui y toma notas. Mientras esos personajes actúan como si ese gafapasta no estuviera allí. En una de las metáforas sobre la autonomía de los personajes con respecto a su autor más bonitas y, de nuevo, mejor ejecutadas, que se han visto en escena, por su directa sencillez, por ir al grano.
Metáforas de las que hay muchas. Como el totum revolutum de géneros para interpretar personajes masculinos o femeninos de la obra. Consciente su autor de que una sociedad sexualizada como la nuestra, que marca tanto los signos externos y superficiales de género, permite al espectador extrañarse de que quién interprete al personaje da lo mismo. Porque lo importante es qué dicen y cómo lo dicen. Y, aún más importante, para qué lo dicen en escena a su antagonista.
¿Y qué se dicen estos personajes? Frases que inicialmente no se entienden. Parece que hablan del amor entre ellos, que se declaran y se rechazan unos a otros. El camarero al atormentado/a/e director/a/e. El actor mayor y la actriz glamourosa parecen flirtear a la vieja usanza sin concretar. Él es un hombre que se sienta con las piernas bien abiertas, un señor cowboy al que los espectadores ven de frente, sombrero de vaquero y paquete. Ella se sienta de perfil bien peinada con las piernas cruzadas y bien cerradas.
La más joven tiene una actitud más ligera. Por momentos parece tener confidencias con la actriz mayor. Y el actor joven, simplemente es un Ken, cachitas, tontuelo, salido directamente de Barbie. Pero que, como el tono general de toda la obra, no tienen ni el brillo ni el colorido de las películas de Hollywood. Sino el de la pátina de las chamarilerías de El Rastro, el cercano y popular mercado madrileño, a pocas calles del teatro, pasado por el hipsterismo sin dandismo de Malasaña.
Personajes que abandonarán el escenario dejando solo al gafapasta que, sentado a una mesa de antiguo café, de los de antes de que la movida y el disseny los actualizarán y les quitara la marronácea oscuridad iluminándolos, sigue escribiendo y bebiendo. Pensando en una obra que represente la brutalidad y fealdad del mundo ¿de qué otra cosa puede escribir?
Sumidos en esas reflexiones, vuelven los actores que habían desparecido. Ahora con una de las mejores caracterizaciones y ejecución de vestuario que se han visto últimamente. Lo hacen por parejas. Y representan Las amistades peligrosas. Novela dieciochesca de Choderlos de Laclos que no ha dejado de interesar en el siglo XX, donde triunfó como película llevándose varios Oscar.
Interés por la que ha tenido adaptaciones teatrales y cinematográficas de grandes autores e interpretadas por grandes actores. Puede que, tal vez, en esta versión estén representando Quartet de Heine Müller, de la que ya se vio una versión en alemán en este teatro..
Obra en la que la condesa de Merteuil convence al Vizconde de Valmont, su examante y amigo, de que corteje y desflore a su virginal sobrina, Cécile de Volanges, antes de que se case. Así, la Merteuil trata de vengarse de su amante actual, que la ha dejado para casarse con su sobrina. Una venganza cruel, pues entre las clases pudientes de la época la mujer debía llegar virgen e inexperta al matrimonio para ser “educada” por el varón.
Escena que de alguna manera se repite con variaciones. Las que ofrecen al ser encarnados por distintos intérpretes. Por la diferente energía vital y actoral que tiene cada uno. Sus formas de estar en escena, que no se alejan de sus formas de estar en el mundo. Cómo condicionan esas formas y sus maneras lo que dicen y cómo lo dicen.
Decir, dicen lo mismo, pero ¿es posible que desde su especificidad como personas transmitan lo mismo? ¿Y si el juego y los roles de hombres lo hacen mujeres y viceversa? ¿Y si cambio les cambio la edad? ¿Sigo hablando y contando sobre las relaciones peligrosas? De fondo, una buena playlist, que como en el mundo real, cantando al sentimiento amoroso ofrece ese remanso de belleza y de alegría que no ofrece el sucio, deteriorado y arruinado mundo que nos rodea con su descarada brutalidad.
Una música omnipresente de la que hay que liberarse porque con su encanto pop distrae y atontece. Esa música que tanto le gustaba a esa señora que calificaba esta obra de rara, a la que es imposible no volver y volver.
Al igual que ese hipnótico y deteriorado misterio que se repetirá en escena, cada noche. Una y otra vez. Una obra, única para el público que acude solo un día a verla, pero que, sin embargo, será cómo el eterno retorno para su equipo artístico. Que repetirá día tras días.
Un conocimiento incluso difícil de soportar para aquellas mentes que son capaces de verlo, entenderlo, contarlo. Un camino tortuoso, peligroso, en el que la lucidez de ver en sus personajes, falsos, ese mundo feo y raro en el que vivimos, se adormece con alcohol, droga legal y permitida que corre como el agua, y con canciones bonitas sobre el amor, la pareja, la felicidad, ¡ja, ja, ja, já!
Sí, tiene razón la señora, la vida es una obra rara, muy rara, acompañada de bonitas, y hasta bellas, canciones. En la que nos quedamos, como ella y su acompañante se quedan en el teatro, aunque no guste. Una rara belleza que cuando es extrema y sincera, como esta obra, resulta brutal y fascinantemente fea mirarla a la cara. Eso es lo que hacen las buenas obras de arte, ponerte la vida delante de los ojos con toda su crudeza.