‘La madre de Frankenstein’ o la expectativa teatral justificada
Una adaptación de la novela de Almudena Grandes.
Por fin llegó el estreno más esperado del inicio de la temporada. La madre de Frankestein en el Teatro María Guerrero del Centro Dramático Nacional. Adaptación teatral de la novela de Almudena Grandes del mismo título con Blanca Portillo, que es la madre del monstruo citado, dirigida por Carme Portaceli. Por tanto, se anunciaba, en principio, como una producción de marcado carácter popular que no quería olvidar el aspecto artístico. ¿Estaba esta expectación justificada? La respuesta es sí.
Lo está por la historia. Protagonizada por un médico, un psiquiatra español a la última, en términos de saber científico, por algo se había formado en Suiza donde no le iba mal, que vuelve a la España de los años cincuenta, en plena dictadura franquista. Donde gobiernan los que acabaron con su padre, un reputado psiquiatra republicano. Por todos estos antecedentes su única opción laboral en España es el hospital psiquiátrico de Ciempozuelos a las afueras de Madrid. En aquella época, solo de mujeres.
Allí conocerá a otros médicos, psiquiatras como él, y profesionales y con ciertas manchas en su pasado (político) o en su presente (tendencias sexuales y/o clase social). A sus pacientes, entre las que destaca la madre de la famosa Hildegart, asesina confesa de su hija. Un personaje obsesionado por engendrar un nuevo Mesías que libere a los hombres. Que incluso llega a coser un muñeco de trapos con el ánimo de insuflarle vida, como el doctor Frankenstein.
Y, por supuesto, se dará de bruces con la estructura de poder representado por los reconocidos psiquiatras del régimen, López Ibor y Vallejo Nájera, siempre compitiendo por ver quien la tiene más… En connivencia con una iglesia católica ocupada en mantener el status quo del Generalísimo y su gobierno, implantando cuantos miedos puedan en la población general porque una población asustada con el infierno es mucho más manejable al antojo de los que asustan, les da (el) poder.
Una trama que se va cosiendo con las vicisitudes personales del doctor. Sus relaciones familiares, pero también sentimentales. Que de alguna manera marcarán su vida en Madrid. Ciudad que a pesar de las humillaciones a las que es sometido no dejará. Permanencia que tanto la autora de la novela y la dramaturga que ha hecho la versión justifican por la vocación y el compromiso del doctor con sus enfermas. Coartada creíble, socialmente aceptada, pero que resulta extraña y pobre para el personaje que se muestra. Ideal de una resistencia que resistió en las peores condiciones.
Para este culebrón, que lo es, de izquierdas, pues trata de dar voz y dotar de cara, corazón y vida a todos los represaliados en aquellos años, se ha recurrido a un elenco de campanillas. La citada Blanca Portillo, cuya primera escena, una transición que es mejor no contar para no spoilear, es de las que justifica el aprecio que le tiene el público y la profesión. O Pablo Derqui que casi no sale de escena, viéndolo uno se olvida de que es un actor y solo se le ve como el médico que interpreta. O Macarena Sanz, cuyo personaje adquiere absoluta verdad, y carta de naturaleza, en su voz atiplada y sus maneras de actuar, a pesar del estereotipo con el que está escrito.
El resto del elenco, que hacen personajes secundarios o episódicos, también son palabras mayores. Que se desdoblan en multitud de personajes inolvidables o en imágenes fugaces . Que te los crees sin fisuras. Y eso que hay momentos que se juegan sobre el escenario a que se vea el artificio, alguno dice uno de los papeles medio dejando ver el vestuario de otro personaje que van a representar en continuación o en breve.
Actores necesarios para que, con su voz, su presencia y su forma de estar en escena sean capaces de hacer ver a los espectadores, además de su temperatura emocional, todos y cada uno de los espacios en los que sucede la trama. Algo que consiguen con los pocos elementos escenográficos que Paco Azorín y Alessandro Arcangeli han usado: una tarima cubierta de baldosas blancas hospitalarias, una cama de hospital de los de antes y unas sillas de ruedas en un espacio negro cubierto de una gigantesca persiana de cadenas como las que se ponían en las puertas de las casas en los veranos. Sobre las que se pueden hacer proyecciones, de las que no se abusa, pero sí suficientes para connotar lo que se cuenta.
A todo lo anterior se sobrepone a algunas cosas que suenan a versos sueltos en un producto tan cuidado. Como ese número con la versión electrónica de la canción de Raska Yú, que llama mucho más la atención en contraste con el resto del acertado espacio sonoro y la música creada por Jordi Collet, que también es actor en esta producción.
O en el monólogo que se marca la Portillo en el primer final que tiene la obra. Un monólogo de riesgo por cómo se pone en escena, con la actriz colgando, y por longitud. O en ese momento innecesario, en el que se baja lentamente la barra de luz cenital, como idea del paso del tiempo que inmediatamente van a contar los actores.
Pequeñas minucias en un montaje de campanillas que es capaz de mantener la tensión y el interés del espectador las tres horas y cuarenta minutos que dura. Duración que no debería extrañar teniendo en cuenta el libro del que procede y con tantas peripecias como recoge y suceden en escena.
Un libro y una obra de teatro que sale al ruedo de la ficción popular con el ánimo de introducir una narrativa concreta y de la que tiene pocas oportunidades de ocupar espacios de ficción. Aunque, por el erre que erre de algunos medios parece que lo ocupen todo. La narrativa y el teatro de todas las voces calladas, como las ha llamado el crítico de teatro Javier Vallejo en El País.
Adjetivo al que, quizás, habría que añadir una “a”, y convertirlas en las voces acalladas por un régimen para el que solo existía una verdad. La que sostenía el poder y su estructura. Y, ay, de quién osase ponerla en duda, cuestionarla. Y en aquel tiempo en el que sucede esta obra, dicho poder se ponía en duda, por la simple presencia de algo o de alguien, que recordaba un pasado que se calificaba, antes que nada, como pecaminoso. Necesitado de confesión y de hacer penitencia, y entre la confesión y la penitencia, intentar borrarlo.