La inquietante fractura del sistema judicial
En ciertos casos, el favoritismo judicial es muy difícil de negar, si bien la falta de evidencias objetivas obliga a pasar por alto la aparente subjetividad del juzgador.
Hasta que se traspasó un punto crítico relativamente reciente, las sentencias judiciales eran acatadas sistemáticamente por la opinión pública, con la clase política al frente, y en ocasiones, como es lógico, recibían críticas en el ejercicio del inalienable derecho a discrepar. Pero existía un tácito consenso en la conveniencia de disentir siempre con respeto, y de excluir por tanto la sospecha explícita de prevaricación. Criticar a un juez o a una sentencia no llevaba consigo la insinuación de que se había dictado con malas artes.
Poco a poco, a medida que se ha desacralizado la democracia, el supuesto carácter angélico de los jueces y magistrados se ha desvanecido a los ojos de la comunidad, sobre todo a causa del encasillamiento voluntario de buena parte de esos profesionales en asociaciones de evidente sesgo ideológico. Asimismo, el sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, que ha dado lugar a la distinción entre jueces progresistas y conservadores y que los ha acabado etiquetando con las siglas de un partido político, ha terminado de quebrar el ensalmo de la neutralidad judicial, y ha extendido la sospecha de que existe el llamado welfare, es decir, la colaboración dolosa entre la justicia y la política.
En ciertos casos, el favoritismo judicial es muy difícil de negar, si bien la falta de evidencias objetivas obliga a pasar por alto la aparente subjetividad del juzgador. Pero, aunque el acatamiento sigue siendo la norma formal, es cada vez más notorio que la fractura política que la sociedad registra se extiende también al mundo judicial, lo que produce un riesgo evidente: el de que haya una justicia de derechas y una de izquierdas. O el de que las normas admitan siempre dos interpretaciones antagónicas según el colorido del juez competente.
La desconfianza se ha vuelto tan seria que ya no hay pudor en ocultarla. Así, por ejemplo, el amparo parcial concedido por el Tribunal Constitucional a Magdalena Álvarez por el caso de los EREs andaluces, adoptada por siete votos frente a cuatro, ha merecido una reacción brutal del PP. Según Cuca Gamarra, su secretaria general, el hecho de que el órgano de garantías haya anulado la condena de prevaricación a la exministra socialista Magdalena Álvarez por el caso de los ERE es un "indulto por la puerta de atrás" que, para mayor escarnio, ya vaticinó Pedro Sánchez porque "hace dos semanas, en plena campaña electoral europea, el presidente del Gobierno o bien adelantó el fallo de una sentencia del TC o bien dio indicaciones de en qué sentido tiene que ir la sentencia", en referencia a "los halagos" que recibió Magdalena Álvarez en un mitin del PSOE. El hecho de que el TC dicte esta nueva sentencia a favor de la socialista seis años después de la condena es "alarmante para la calidad democrática". Más aún cuando desde 2019 ninguno de los 20 jueces que han visto este caso durante todo el procedimiento ha puesto en duda la existencia de un delito de prevaricación. Y más aún en un contexto en el que, según la número dos de Alberto Núñez Feijóo, el objetivo de Pedro Sánchez es "borrar los delitos que afecten a la corrupción del PSOE". "No es un buen día para todos aquellos que creemos en la lucha implacable contra la corrupción", concluyó Gamarra, en un alegato que supone una descalificación global del Tribunal Constitucional, que habría supuestamente prevaricado al proceder de este modo.
Algunos pensamos que el Derecho no es una ciencia exacta por lo que siempre hay márgenes de discrecionalidad en que se puede mover el juzgador sin que por ello traicione la ley y su propia conciencia. En el caso de Álvarez, esta fue condenada por haber participado en un consejo de gobierno que aprobó un proyecto de ley que al convertirse en norma facilitó la supuesta corrupción. No es escandalosa la condena ni tampoco la absolución. Pero hay un elemento que complica la racionalización de estos mecanismos: en el seno de la judicatura y también en el caso concreto del TC (que no es poder judicial pero que está asimilado a él), las adscripciones son manifiestas y rígidas, una evidencia que produce perplejidad. En el TC, las votaciones se pierden o ganan actualmente en la mayoría de los casos por siete votos (progresistas) frente a 4 (conservadores). Y la pregunta es obvia y debe reiterarse: ¿existe realmente una verdad judicial conservadora y otra progresista, incapaces de confluir en una decisión paccionada?
Porque si fuera imposible poner fin a la actual polarización y lograr por tanto una cierta unidad de doctrina en el mundo judicial y en todas sus vertientes, tendríamos que admitir que la neutralidad necesaria debería conseguirse por procedimientos aleatorios, sorteando las plazas entre los candidatos y evitando por tanto las presiones ideológicas. No sería la primera vez que se utiliza en occidente este procedimiento ni se debería descartar aquí.
De cualquier modo, nos hemos excedido tanto en el descrédito de la justicia que será muy difícil enderezar el rumbo.