Hayek contra Keynes: el ultraliberalismo regresa con la extrema derecha
La extrema derecha juega hoy con el sofisma de Hayek, reclamando liberalización sin tasa para incrementar la libertad. Una libertad, la suya, viciada de origen porque solo alcanzaría a las clases privilegiadas.
Se cumple este año el octogésimo aniversario de la publicación, el 18 de septiembre de 1944, de Camino de servidumbre, la obra más representativa de Friedrich Hayek (1899-1992), economista y científico social, austríaco de Viena y premio Nobel 1974, compartido con Gunnard Myrdal. Aquella obra se publicó con grandes dificultades y gracias a una recomendación personal por la Universidad de Chicago cuando ya Hayek vivía en Estados Unidos y después de haber sido rechazada por varias editoriales; se hizo una edición de solo 2.000 ejemplares, pero Reader’s Digest publicó una versión resumida y la distribuyó a millones de clientes con su revista; desde entonces, aquel libro se tradujo a una veintena de idiomas y vendió millones de ejemplares.
Hayek, que no era judío y que emigró de su país voluntariamente, vivió entre 1931 y 1950 en Gran Bretaña, donde fue el gran contradictor de John Maynard Keynes, el más potente economista de la posguerra y el guía indiscutible de la superación de los totalitarismos. Posteriormente, fue a los Estados Unidos —la Universidad de Chicago— donde no fue muy bien acogido como representante dela Escuela Austríaca, y en 1962 regresó a Europa.
Hayek fue primero un socialista fabiano, que discrepaba de las ideas liberales de su profesor Ludvig von Mises —quien sí era judío—, hasta que este terminó arrastrándole a su terreno antisocialista. Hayek consiguió una cátedra en la London School of Economics, desde donde mantuvo su ardua confrontación con Keynes. Aunque la polémica fue compleja, el detonante de la misma fue la gran crisis de 1930, que puso en cuestión la política y la economía posteriores a la primera guerra mundial y abrió un futuro incierto en que compitieron las ideologías en liza.
En los años cuarenta, tanto Europa como los Estados Unidos alentaban el intervencionismo estatal: redistribución, impuestos elevados y regulación estricta eran las pautas dominantes, entre otras razones porque las democracias occidentales veían al nazismo como una forma degradada del capitalismo salvaje. Hayek, en cambio, asoció el nacionalsocialismo al intervencionismo (después de todo Hitler alabó la economía planificada soviética en 1941 y 1942) y predicó la plena liberalización de la economía, con el argumento —un gran sofisma— de que la libertad real ha de comenzar por la más absoluta libertad económica. En su obra posterior Los fundamentos de la libertad de 1960, dejaba expuesto su programa filosófico, descrito así por Gilles Dostaler: desreglamentar, privatizar, disminuir los programas contra el desempleo, eliminar las subvenciones a la vivienda y el control de los alquileres, reducir los gastos de la seguridad social y finalmente limitar el poder sindical. El Estado no debe asegurar ningún tipo de redistribución, sobre todo en función de un criterio de «justicia social». Hace poco, por cierto, la presidenta de Madrid, Isabel Ayuso, tremolaba esta bandera fuertemente reaccionaria.
Ignoraba dolosamente Hayek que el ciudadano verdaderamente libre ha de ser primero autosuficiente en lo económico gracias al rendimiento de su trabajo. En una sociedad injusta, la libertad es ficticia. Y realmente Hayek quedó al descubierto cuando mostró su embeleso por las dictaduras latinoamericanas de los años setenta. En 1977, Hayek visitó Argentina y se reunió afablemente con Videla y con Galtieri. En 1981, Hayek fue al Chile de Pinochet, donde declaró que “una dictadura puede ser un sistema necesario para un período de transición. A veces es necesario que un país tenga, por un tiempo, una u otra forma de poder dictatorial”. Para Hayek, lo fundamental es asegurar ante todo la libertad económica, anteponiendo un liberalismo autoritario a una democracia con elementos solidarios de regulación del mercado.
La socialdemocracia surgida después de la segunda guerra mundial, abrazada por Occidente y clave tanto de la reconstrucción de lo devastado cuanto del arranque de un largo periodo de décadas de prosperidad, no tuvo nada que ver con la socialización marxista de los medios de producción sino que se basó en la atribución al Estado de un papel CTIVO en la mitigación de los ciclos económicos, de forma que las crisis se paliaran mediante inversiones públicas que cebaran la bomba de la inversión privada. Felizmente, tras la gran confrontación, el mundo siguió a Keynes y no a Hayek.
Pero el dilema se planteó nuevamente en le siglo XXI, tras la gran crisis de 2008, que mostró cierta semejanza con la Gran Depresión de 1929. Infortunadamente, la Unión Europea, en el marco del G-20, optó por afrontar el crash mediante severos programas de ajuste que causaron gran sufrimiento a los ciudadanos de los países más afectados y retrasaron la salida del colosal atolladero. La siguiente crisis, la sanitaria de 2020, fue sin embargo afrontada a la manera socialdemócrata: se invirtieron grandes cantidades de recursos —los fondos Next Generation alcanzaron los 750.000 millones de euros a precios de 2018— para evitar que el colapso de las economías destruyera el tejido económico y, más tarde, para recuperar el pulso. No hay duda de que la fórmula ha sido atinada.
Así las cosas, la socialdemocracia tiene sólidos argumentos para mantener sus criterios, capaces de proporcionar a la vez progreso económico y bienestar social. La extrema derecha juega hoy con el sofisma de Hayek, reclamando liberalización sin tasa para incrementar la libertad. Una libertad, la suya, viciada de origen porque solo alcanzaría a las clases privilegiadas. La historia lo ha dejado bien claro.