'Ellas hablan': un ejercicio de imaginación feminista
La película de Sarah Polley acaba siendo una llamada a la esperanza.
Sostiene Santiago Alba Rico en su imprescindible Ser o no ser (un cuerpo), que mientras que la fantasía es una facultad eminentemente masculina, la imaginación es femenina y, a diferencia de aquella, no necesita de grandes discursos ni potencias, sino que más bien se alimenta de pequeñas acciones, de la cercanía, de la otredad. De ahí que “contra el patriarcado se trate no de aumentar la fantasía de las mujeres, sino la imaginación de los hombres; y para esto, obviamente, hay que transformar las condiciones materiales, sociales y políticas de la imaginación y sus cuidados”.
La película Ellas hablan empieza con la advertencia de que lo que vamos a ver es un ejercicio de “imaginación femenina”. De esta manera, su autora, la directora y guionista Sarah Polley, nos sitúa ante un horizonte en el que, como veremos, no es lo mismo escapar que irse. La dramática historia de esa comunidad menonita donde las mujeres han sufrido toda clase de abusos y violencias por parte de los hombres es el punto de partida para que, a través de sus voces, las entendamos y, con ellas, comprendamos a la perfección cómo el orden patriarcal genera una violencia sistémica que se inscribe en los cuerpos de las que nacieron para ser sometidas. Sin voz ni voto. La ley del silencio que durante siglos ha marcado el ser y el (no)vivir de las mujeres en un mundo en el que la palabra, o sea, el poder, ha sido y es nuestro.
En una asamblea intergeneracional, en la que conviven las miradas valientes y vividas de las mayores con las inquietudes vírgenes de las más jóvenes, las mujeres de la comunidad deciden qué hacer antes de que vuelvan los hombres que han sido denunciados por agresiones sexuales. En un ejercicio democrático que nunca tuvieron en sus manos, deliberan y entran en conflicto, argumentan y se emocionan. Dejan que sus cuerpos, atravesados por el dolor y la humillación, hablen. Como desde pequeñas fueron condenadas a no ser educadas, un joven maestro las acompaña, sin voz ni voto, para tomar acta de las reuniones. Un hombre que, como iremos descubriendo, también ha sufrido el peso de la virilidad comunitaria y se encuentra en ese precipicio que nos indica que bien podría representar “otra” masculinidad. La que es consciente de las injustas reglas hechas por y para los hombres, la que se sabe escuchar y solo aportar con cautela y timidez, la que ha descubierto que solo con amor y compasión es posible educar.
Rodada como si estuviéramos asistiendo a una representación teatral, aunque sin renunciar a escenas que nos muestran cómo esas mujeres de distintas edades han sufrido un mundo hecho a medida de los hombres —los cuales, por cierto, nunca aparecen en la pantalla—, la película de Polley nos enfrenta a dilemas morales como cuáles son los límites del perdón o de qué manera la fe puede situarse por encima de las reglas comunitarias, convirtiéndose pues en herramienta de emancipación.
Con el apoyo de unas actrices en estado de gracia, y cuyos rostros nos muestran con toda su crudeza las heridas que soportan, la directora consigue construir un relato que, aún con el riesgo de parecer excesivamente literario o discursivo, logra sin embargo levantar el vuelo para mostrarnos cómo la ruptura del silencio es el primer paso para la revolución, la cual, sin sororidad, corre el riesgo de no sobrepasar la pizarra de los pros y los contras.
El guion, que está basado en la novela homónima de Miriam Toews, que a su vez llevaba a sus páginas la historia real acontecida en una comunidad menonita boliviana, va más allá de los hechos concretos y nos plantea, como si fuera una suerte de terapia, un debate que sería trasladable a contextos más amplios, a cualquiera donde siga de alguna manera en vigor la ley masculina del dominio y la femenina de la servidumbre.
Ante esta insoportable realidad, ellas, las mujeres que hablan tienen muy claro que necesitan hacer otro pacto, que no pueden seguir muriendo en vida y condenando a sus hijas a un mundo sin más futuro que los camisones manchados de sangre. Un pacto que no será posible mientras que los varones no estén dispuestos a cambiar, mientras no sean educados en el arte de la reciprocidad y el cuidado, mientras que continúen legitimando con sus prácticas cotidianas la violencia. Porque el problema, como bien se explica en la película, no es de cada varón en sí mismo, sino de esa extraña fuerza —la masculinidad— que los atraviesa y los convierte en monstruos. De ahí la relevancia de ese joven maestro cuidadoso y amable, pacífico y tierno, que sabe escuchar y amar. El que recibe el encargo de educar a los más jóvenes para que no repitan los errores de sus mayores. El difícil reto de curarse de hombría, que diría bell hooks.
Ellas hablan, que se sostiene gracias al aliento de talentosas mujeres creadoras —recordemos que Frances McDormand es la productora de la película—, es de esos relatos que te sacuden y te interpelan, mucho más si eres hombre y eres consciente de que tú también de alguna forma eres parte de esa comunidad en la que las mujeres no se sienten ni libres ni seguras. Pese a la dureza de lo que se cuenta, de lo fúnebre de una fotografía grisácea que nos angustia y de las tensiones irremediables entre quienes comparten vulnerabilidad, la película de Sarah Polley acaba siendo una llamada a la esperanza. A la imaginación que es capaz de pensar en alternativas. A ese futuro en el que, ojalá, ese nuevo pacto soñado en el granero se haga realidad así en la tierra como en el cielo. Toda una promesa feminista.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog del autor.