“En mitad de tanto fuego”: más amor, menos guerra
¿Pero quién y para qué se necesitan más héroes y heroínas? Dejemos pues que las personas se amen.
Salgo corriendo de ver el monólogo En mitad de tanto fuego de Alberto Conejero en los Teatros del Canal (Madrid). No huyo, sino que he salido a una hora que todavía se encuentran librerías abiertas y quiero conseguir el libro, pues además de verla quiero leerla. El texto dicho e interpretado por Rubén de Eguía, dirigido por Xavier Albertí, me ha parecido tan bello que quiero disfrutar otra vez de sus palabras. Esta vez sin mediadores.
Y al leerla, compruebo, cómo la forma en la que el texto ha sido puesto en escena ha hecho que, sin ser capaz de repetir el texto, lo reconozca palabra por palabra, frase por frase, escenas completas. Lo que me permite apreciar aún mucho mejor el trabajo escénico hecho.
Un texto que me había parecido más poético que realista. O al menos, solo realista en las partes de guerra. Pero al leerlo me doy cuenta que estaba equivocado, que el texto tiene un tono y una temperatura real y concreta que el director y el actor o viceversa han conseguido poner en escena. Una acción hecha más de vida y de acción que de lírica.
También hecha de esculturas griegas. Pues no es raro reconocer los gestos y los cuerpos de, por ejemplo, el altar de Pérgamo que se encuentra en la isla de los museos de Berlín, o de los guerreros, héroes y dioses que se encuentran en los museos griegos. El físico de Rubén se presta a ello, aunque va vestido, como en los apartes del texto, con una camiseta y con un vaquero de un caqui con un toque grisáceo. De soldado fantasma y fantasmagórico, al que ayuda la palidez de piel del actor.
Esa imagen escultórica viene aún más marcada por el trabajo de la luz. Un escenario a oscuras, de boca ancha, anchísima, de la Sala Negra de los Teatros del Canal. Y una luz intensa lateral, oblicua, desde altura que, como en los museos, fija la mirada de las personas que miran las esculturas en una postura en un gesto, en una dirección.
Y, en esa semiquietud, de esculturas que cambian con los cambios de luz, a veces tras breves oscuros y silencios, una cabeza que como si fuera el Oráculo de Delfos , apenas se mueve y cuenta el futuro gracias a hacerse con el pasado. El pasado es el pasado amoroso de Patroclo. Su enamoramiento hasta las trancas de Aquiles. Un amor correspondido según cuenta aquel. Un aquel que lo tiene claro. Aquiles es su hombre. Y un Aquiles, que fiel a la costumbre griega clásica, tiene relaciones con él, a quien lleva como su sombra a todos lados, aunque, en sus victorias recibe esclavas como botín de guerra y tontea con las hijas de los reyes. Incluso, se escondió disfrazado de mujer en el gineceo de la hija del Rey de Escirro, de la que se cuenta que estaba enamorado, para no ir a la guerra.
Estos dos hombres, habrían tenido un amor como otro cualquiera, independientemente del género, si no hubiera sido por la guerra, la muerte que acompaña a la misma y los bardos que la cantan. La guerra es la de Troya en la que el rey Menelao mete a toda Grecia porque, según él y según cuentan, el troyano Paris secuestró a su mujer. No le cabe en la cabeza que se enamorasen y que ella, como adulta enamorada, decidiese irse con el amado. La idea de las mujeres como propiedad del hombre viene de antiguo.
El bardo que canta esta guerra es Homero y su canto es la Ilíada. Ahí es nada. Y no es la única referencia de las muchas que Alberto Conejero dice haber usado para escribir el texto. Y Patroclo es alguien al margen. Marginado desde la infancia. Sin embargo, es el que cuida y cura a Aquiles y a todos esos pobres jóvenes que llegan para alcanzar la gloria, y acaban descansando en paz.
Patroclo, es el amor que conspira para que Aquiles muera viejo y olvidado, pero no solo, sino con él. En vez de que muera joven y admirado como un héroe, como le han profetizado. Una conspiración hecha de susurro, de calma y a la vez de urgencia por el amado, que nada reclama, que solo expresa su deseo, el deseo que humildemente pide que Aquiles viva.
Son intentos vanos. Los humanos desde antiguo prefieren héroes a amantes. También en el este siglo, por mucho que Tina Turner cantase que no se necesita otro héroe sino tener una vida. Y, entonces Patroclo, que no es nadie, suplanta al amado. Y armado como si fuera Aquiles sale a la batalla, asedia Troya, muere como si fuera el otro. Pero muere enamorado. Será desde el más allá, el Hades griego, desde donde Patroclo contará su historia y esperará al amado, en una especie de limbo. Donde se hace consciente del mal de la guerra que nutre el Hades, que lo alimenta a diario de carne joven y fresca. Pero Aquiles no llega.
Y ante la ansiedad por la incertidumbre de poder tener una vida eterna juntos, se impone la duda de si la profecía se habrá cumplido y el amado vivirá muchos años, olvidado y solo. O como esos jóvenes, llegará un día que acabará la espera y podrán vivir muertos juntos para siempre.
Esa será otra forma de vida. Como también es otra la que le han dado Conejero, Albertí y de Eguía a Patroclo. Un hombre que, en mitad del limbo, de la nada, espera sin saber qué pasó con la persona amada.
En la incertidumbre maldice a la guerra porque separa a los que se aman sin ninguna transcendencia, sin necesidad de hacer Historia, como cualquiera, en aras de mandarlos a la batalla para producir héroes y actos heroicos que sirven de poco. Sirven de nada.
Oscuro. Y muchos, muchos aplausos ante tan sutil reivindicación de paz y amor. De que hay que facilitar que las personas se quieran antes de que quieran matarse. Esa es la voz de Patroclo tranquila y urgente que el equipo artístico recupera en un mundo que parece, cada vez más, condenado a polarizarse y enfrentarse. ¿Pero quién y para qué se necesitan más héroes y heroínas? Dejemos pues que las personas se amen.