El «procés» ha terminado

El «procés» ha terminado

Salvador Illa ha sido investido este sábado en la Generalitat como nuevo president de Cataluña.

El expresidente de Cataluña, Carles Puigdemont.REUTERS

Todavía no es tiempo de escribir la historia del ‘procés’ porque aún no tenemos suficiente perspectiva, pero sí se puede realizar legítimamente un perfil informativo, periodístico, de este periodo convulso que acaba de concluir con la llegada del socialista Salvador Illa a la presidencia de la Generalitat, gracias al apoyo recibido de ERC y los Comunes.

La segunda legislatura de Aznar, entre 2000 y 2004, en que el presidente del Gobierno tomó venganza de las humillaciones a que le había sometido Pujol en 1996, cuando CiU le dio los votos para llegar a la Moncloa a cambio de que el presidente del PP reconociera que hablaba catalán en la intimidad, fue el arranque de una ruptura que apenas ahora acaba de concluir.

La rigidez punzante de Aznar con respecto a la cuestión catalana alimentó por reacción a Esquerra Republicana, que se convirtió en la tercera fuerza de Cataluña, y en 2003 Maragall alcanzó la presidencia de la Generalitat al frente de un tripartito entre el PSC, ERC e ICV (Iniciativa per Catalunya Verds, versión catalana de IU). Pujol, a sus 73 años, ya no se presentó a aquellas elecciones.

El tripartito puso en marcha una reforma integral del Estatut, que fue bien vista por Rodríguez Zapatero —consciente de la necesidad de replantear la posición de Cataluña— de la que acabó distanciándose la derecha españolista. El 2006, se aprobó el nuevo Estatuto de Autonomía, con un gran griterío conservador en contra en todo el Estado; el 18 de junio de aquel año se celebró el preceptivo referéndum vinculante, que registró una pobre participación (48,85%) pero que ofreció un resultado inequívoco: el 73,90% de los electores aceptó el Estatut. Pero el PP emprendió una obstinada batalla política y judicial, presionando indisimuladamente sobre la judicatura, hasta conseguir que el Tribunal Constitucional dictase la Sentencia 31/2010, de 28 de junio de 2010, que cancelaba buena parte del Estatuto, a pesar de que el pueblo soberano había emitido su dictamen mediante un acto vehemente de democracia directa.

Desde este momento, el nacionalismo catalán encontró el acompañamiento de gran parte de la sociedad catalana —es decir, de muchos sectores que nunca habían mostrado deseos de salir del Estado español— y una indignación potente y sorda presidió las relaciones entre Madrid y Barcelona. Mariano Rajoy, que llegó a la presidencia del Gobierno en diciembre de 2011, fue incapaz de entender la delicada situación del viejo problema, de nuevo en carnazón. El convergente Artur Mas, presidente de la Generalitat desde diciembre de 2010, intentó negociar con Madrid para que al menos fueran escuchadas y atendidas algunas reivindicaciones históricas, en su mayor parte relacionadas con la mala financiación de la autonomía catalana, pero solo recibió despecho y desprecio. En septiembre de 2012, Artur Mas mostró a Rajoy en La Moncloa una propuesta de Pacto Fiscal —que no era desaforada y que sin duda tenía al menos tantos aspectos atendibles como polémicos—, que el presidente español ni siquiera quiso entrar a valorar.

El resto de la historia es conocida: Mas repitió elecciones (en las que él mismo retrocedió en apoyos, aunque pudo mantener la presidencia de la Generalitat) y el 9 de noviembre de 2014 —el 9N—, el nacionalismo celebró una primera “consulta popular no referendaria” respaldada por la mayoría del Parlament para preguntar a la sociedad catalana si Cataluña debía seguir formando parte del Estado español o si quería establecerse con un Estado propio.

El 6 y el 7 de septiembre de 2017, el Parlament aprobó tumultuariamente las llamadas leyes de desconexión —el PSC y el PP salieron del hemiciclo para no votar aquellas normas manifiestamente ilegales—, entre ellas la ley del Referéndum, y el 1 de octubre —el 1-O— de aquel año se celebró el referéndum ilegal que forzó al gobierno Rajoy a aplicar el artículo 155 de la Constitución, que permitía al Estado adoptar las medidas de excepción necesarias para embridar cualquier desviación de las Comunidades Autónomas.

Aquel traumático choque, que provocó la huida al exilio del presidente Puigdemont —Mas le habían cedido la presidencia— y de sus colaboradores más cercanos y que fue juzgado por la sala de lo Penal del Tribunal Supremo, que dictó severas condenas a los responsables de aquella especie de cuartelada, tuvo graves efectos políticos, económicos y sociales. Cataluña se fracturó internamente, muchos cientos de sociedades salieron de tierras catalanas y se establecieron en comunidades más tranquilas, el independentismo arreció y alcanzó las mayores cotas de la historia… Esta era la situación inflamada cuando el 25 de mayo de 2018 el grupo socialista del Congreso de los Diputados presentó una moción de censura contra Rajoy, que llevó a Pedro Sánchez a la presidencia del Gobierno el mismo 1 de junio.

Han transcurrido seis años y algunas semanas desde entonces, y el cambio ha sido radical, gracias a que se han aplicado políticas de apaciguamiento, coherentes con la agrupación de fuerzas que respaldó la moción de censura. Tales medidas sacaron primero de la cárcel a quienes habían participado activamente en la organización del 1-O; y posteriormente, se ha promulgado una ley orgánica de amnistía que encuentra resistencias judiciales —parecidas a las que se produjeron en el TC contra el Estatut de 2006— pero que consagra el archivo jurídico del ‘procés’, el olvido de la tentativa independentista, en cuanto prosperen los recursos planteados, aquí o en Europa. El ambiente catalán ha cambiado radicalmente, el nacionalismo sectario de antaño se ha fracturado y ERC ha vuelto a los cauces democráticos, y las bochornosas piruetas de Puigdemont y de los suyos tan solo sirven para ridiculizar el pospujolismo, que ya ha perdido todo el crédito en el Principado. Junts es una causa perdida, y Puigdemont se ha convertido en un monigote irrecuperable para una política seria en Cataluña.

Pero lo que es más importante y decisivo es que la sociedad catalana, como colofón a todo este sainete, ha llevado ala Generalitat a un socialista de crédito y prestigio, a Salvador Illa. Mientras Puigdemont sigue alebrado en su cárcel/palacio belga, temiendo que se cansen de pagar el alquiler sus hasta ahora amigos, Cataluña regresa a una normalidad pletórica, en que el Estado reconoce la necesidad de replantearse la financiación autonómica para lograr un modelo justo, equilibrado, basado en unos criterios solidarios y universalmente aceptados por todos los actores del escenario español.

Hay voces discordantes que sacan estas realidades del foco para plantear objeciones inefables que salven su delicada posición política. Pero la realidad es que el procés ha terminado. Que Cataluña está en condiciones de volver a ser la locomotora de España y el puente que siempre fue con Europa.