'El barrio', canis, en chándal, malhablados y ¿heteros?

'El barrio', canis, en chándal, malhablados y ¿heteros?

A falta de producción lo que tienen es algo que contar y saben cómo contarlo.

Elenco de 'El barrio', de Diego da Costa.TEATRO LARA

El barrio de Diego da Costa comienza este agosto su cuarta temporada los viernes en el Teatro Lara. Lo hace sin alharacas. A pesar de que podía sacar pecho por llevar varias temporadas sin un autor y director conocido, como tampoco lo son sus actores. Se trata de esos profesionales jóvenes y suficientemente preparados que hay en el teatro y que están comenzando.

¿Y qué les interesa a estos jóvenes? Curiosamente el orgullo. Pero no el gay, aunque la historia la protagonicen homosexuales. Sino el orgullo de pertenencia a un barrio. Algo de lo que se habla muy poco. Y que, en una España vaciada, en los que los pueblos ya no cumplen esa función de anclaje y referencia que cumplían, es el barrio el que dota de esos valores de pertenecer a un lugar que significa comportarse de una manera.

Lugares en los que han crecido la mayoría de veinteañeros, treintañeros y cuarentones. Normalmente, no lo han hecho en barrios del centro. Aunque si se mira la ficción teatral que más audiencia tiene y los personajes que las protagonizan lo parecen. Una ficción que habitualmente trata de personajes que pertenecen a clases muy acomodadas con problemas del primer mundo.

La historia es muy sencilla y es romántica. Tres chicos de barrio, en concreto del populoso barrio de la Elipa en Madrid, se reencuentran. Ahora son profesionales. Tienen el éxito que les pronosticaban si estudiaban y se esforzaban. Trabajos mejor remunerados y con mejores condiciones que los de sus padres. Poco más, es el éxito para ellos.

Uno es el responsable de la sección cultural de un periódico. Otro es médico en un hospital. Otro es arquitecto. Sí, los tres pertenecen al género masculino. Y entre ellos hubo un triángulo amoroso adolescente. De esos que marcan a fuego y persisten, condicionando las relaciones futuras.

El reencuentro viene mediado por la muerte de un amigo común. Poco se sabe de ese amigo muerto, joven, excepto que es un ser para recordar y para tener como ejemplo. Que parecía decir la frase necesaria en el momento adecuado. Por lo que se le hace una fiesta al estilo de las películas y series norteamericanas con las que crecieron. Esas en las que al cabo de los años se hacían reuniones de antiguos alumnos, donde el que más o el que menos trataba de esconder su aparente fracaso o que no habían cumplido las expectativas y sueños que los otros y hasta ellos mismos pensaron que conseguirían.

Es el barrio de su infancia y adolescencia. En los primeros años del siglo XXI. Donde salir del armario, confesar la homosexualidad, a pesar del aperturismo que se supusieron los ochenta y noventa y referentes como Almodóvar and friends, se hacía duro y difícil. Había que emigrar a Chueca, otro barrio, otra cultura, otros valores, otras presiones para comportarse y vivir de una determinada manera.

Se podría decir que, los chicos de barrio no lloran como no pasean cogidos de la mano. Son canis, en chándal y malhablados. Y viven en un territorio más o menos lumpen y de mal gusto, según la ficción de la época. En los que había un modelo de masculinidad y feminidad, arraigado al sentir de los colores del lugar y sus iconos como si fuera un equipo de fútbol. Una especie de hooliganismo de barrio en el que la heterosexualidad para hombres y mujeres se daba por hecho.

De tal manera que, para ellos y ellas, con esa conciencia de pertenencia y de maneras de ser no hay mejor lugar ni mejores bares, fiestas y cervezas, que las del barrio en las que crecieron. Igual que para sus padres y madres no había mejor pueblo ni mejores bares, fiestas y borracheras que el pueblo que abandonaron buscando en las ciudades un lugar en el que podían ganarse la vida.

El móvil con sus mensajes para arriba y para abajo ya comenzaban a funcionar entre la chavalería como una forma más de relacionarse. Compartir mensajes que otros enviaban, y reírse de o enfadarse por ellos con otros colegas, porque de alguna manera esos mensajes contravenían o actuaban al margen de una ley no escrita según la cual se define que es ser del barrio y, en concreto, de un barrio.

Una ley que construía el carácter y el comportamiento. Una presión para no ser diferente, que hacía que aquellos que lo eran o que querían serlo, al crecer, tuvieran que dejarlo. Alejarse, del lugar y de los colegas.

Todo esto se cuenta se forma muy sencilla. Un escenario, dos taburetes y tres actores será suficiente para la historia que comienza y acaba en un tren, y sucede en la trastienda de un bar y en un apartamento de la playa de Gandía. Lugar al que en verano solían desplazarse en masa los madrileños para disfrutar un poco del Mediterráneo.

Poco más se añade a esto. Un póster pixelado del icónico dragón del barrio de la Elipa. Otro con las casas del barrio vistas desde la M-30 con Torrespaña, más conocido como el pirulí, dominando el horizonte. Y pequeños carteles pegados en una columna del escenario como los que se encuentran en los barrios ofreciendo compartir piso, pintar casas, arreglar tuberías, etc. Y, en otra columna, fotos, muchas de Polaroid que por el tiempo han perdido ya color y se ven nebulosas en las que están los protagonistas de la obra acompañados por otras personas.

No, no parece tener una gran producción. Ni siquiera ha podido retener a todos los actores con los que empezaron. Actores que han ido rotando en las distintas reposiciones. Y que los de esta temporada, Jaime Macanas, Alejandro Pena y Diego Sánchez, tienen presencia, dicción y mirada para mantener atento al pequeño y cercano auditorio se la Sala Lola Membrives del Teatro Lara.

Pero a falta de producción lo que tienen es algo que contar y saben cómo contarlo. De una forma directa, clara y con ritmo. Apoyándose en una posible historia de tres chicos que desearían ser algo más que colegas. Y que al hacerse mayores se dan cuenta que para poder ser ese más tienen que dejar el barrio y las obligaciones, no escritas pero contraídas, para poder decir que son y pertenecen a ese barrio. Para ser reconocidos como tales.

Y la dificultad que tienen para hacerlo, pues ni alejándose, poniendo cientos de kilómetros de por medio pueden dejar, sin dolor ni esfuerzo, de ser de donde pacieron. Pues el barrio era y es lo que les daba identidad, orgullo, pertenencia. Tres motores muy fuertes para mantener costumbres y comportamientos, algunos poco sanos. Y no por el consumo de tóxicos, con los que la ficción suele presentar a los chavales de barrio, sino por la forma que esos valores y formas condicionan la manera de relacionarse.

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Como el dramaturgo Anton Chejov, me dedico al teatro y a la medicina. Al teatro porque hago crítica teatral para El HuffPost, la Revista Actores&Actrices, The Theater Times, de ópera, danza y música escénica para Sulponticello, Frontera D y en mi página de FB: El teatro, la crítica y el espectador. Además, hago entrevistas a mujeres del teatro para la revista Woman's Soul y participo en los ranking teatrales de la revista Godot y de Tragycom. Como médico me dedico a la Medicina del Trabajo y a la Prevención de Riesgos Laborales. Aunque como curioso, todo me interesa.