Dos vueltas al ruedo
Dos vueltas al ruedo.CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

-Mira, hijo, cada torero tiene su público, eso es así. Cuando uno está en el ruedo lo presiente: los pocos que aplauden un lance fallido porque han adivinado la intención, o los que comentan entre ellos, porque ahí abajo se oye todo, y eso la gente no lo sabe, que si lo supiera, más de uno y más de diez se callarían. Y uno torea para ellos. A veces los demás se enganchan a la faena y el torero triunfa. Luego están las figuras, que saben torear para todo el mundo en todas las plazas. Y no les voy a quitar mérito, que hacer las cosas a lo grande lo tiene, y mucho. Pero les preocupa demasiado agradar y suelen tirar para lo fácil. El torero bueno se mantiene fiel a lo suyo y por eso se queda rozando los millones. Pero la dignidad con la que hace el paseíllo ni Lalanda la ha tenido. Así que no te preocupes si tu padre no es una figura, que ya te digo yo que es un torero de los buenos. ¿Entiendes, Emilito?

Y Emilito hacía un ruido con la boca que tanto podía ser una afirmación como el motor del camión de hojalata con el que jugaba en el suelo de la cocina mientras Justo, su padre, iba liando los pitillos y embutiéndolos en la petaca y bebía a sorbos el vaso de Valdepeñas con el que esperaba el almuerzo. Elisa, sin dejar de marear las acelgas, suspiró entre la paciencia y el hartazgo.

-Que dejes de meterle al niño esos pájaros en la cabeza, que es muy pequeño y a él le suena todo a fantasías. Yo quiero que estudie, que le veo con pesquis de sobra, y no te digo que vaya a ser médico o ingeniero, pero contable o gestor no hay quien se lo quite. Con un torero en la familia ya hay de sobra. Y no le llames Emilito, con el nombre tan bonito que tiene. A ver cuando le dices la verdad. Para variar, digo.

Justo encendió un cigarrillo con la colilla del que estaba fumando. La casa entera olía a humo de tabaco, por encima incluso del amargo olor del ajo que se le estaba quemando a Elisa entre pencas y patatas cocidas.

-A ver si vas a decir algo de este, que bien que traigo los cuartos para pagar la luz y llenar la fresquera. El niño tendrá que saber cómo es su padre, que hay mucha envidia y cuando vaya al colegio va a oír mucha mentira. Verdad es lo que yo le diga, que para eso es mi hijo y me lo debe. Lo que tenga que ser importa mucho más que lo que es. Y le llamo Emilito porque si le digo Emilio me parece que estoy hablando con tu padre.

Emilito, Emilio en la pila del bautismo y en el capricho de sus abuelos maternos, se metió por entre las patas de la mesa haciendo curvas imposibles con su camión. Y no había forma de saber si era el camión o el niño el que se escapaba. De mí no será, se dijo Justo, que bastante buen padre soy para lo que puedo. Que todo podía haber sido de otra manera si aquel cabrón de bragado no hubiera encontrado el hueco para colarse, ese poquito de brisa que movió la punta de la muleta en mala hora. Bien dice el refrán que el aire de Madrid no apaga una vela pero mata a un hombre. Y a veces cavilo que debería darle las gracias al tal Rancio, vaya nombrecito que le puso el gilipollas del mayoral, y vaya caramelito de menta que me colocó el ganadero. Harto estaba de decírselo a Paco: en cuatro años me he comido todos los pregonados de la dehesa. Y él siempre con la misma matraca, que si estás a un paso del triunfo, que si pocos toreros tan valientes como tú, que si sabes más que el Cossío, que si tú toreas como se hacía antes de la guerra… Sí, debería darle las gracias a Rancio porque me dejó renco para los restos y, de paso, me quitó el miedo, ese miedo incontrolable que padecía constantemente, en el callejón y en la calle, en casa, en el coche, en el bar… hasta en sueños y recién despierto. Con qué viveza me imaginaba lo que no había sufrido: el dolor insoportable, la pezuña del toro destrozándome el rostro, su olor acre al pasar una y otra vez sobre mí, los chirridos de las venas al desgarrarse, el frío agorero de la sangre perdida, el hedor a zotal de la enfermería… ¿Valor? El mismo que tiene el tío que va al dentista después de temblar durante semanas y por fin se resigna a que sea lo que tenga que ser. Así salía yo al ruedo, con caries en el corazón y en la mente, aturdido por tanta pesadilla y tanto fogonazo repentino que me asaltaba en cualquier parte y me enseñaba mis propias tripas cayendo en el albero… pero no fueron las tripas, fue el puto cuádriceps el que se quedó bien picadito, como carne para albóndigas. Tantos años previéndolo para, al final, no verlo…

Encendió otro cigarrillo. Elisa torció el gesto al escuchar el rasguido de la cerilla contra la lija. Vivía en el olor acre del cuarterón. Lo tenía encima cuando entraba en el baño, cuando cosía en la sala de estar, cuando se metía entre las sábanas… ni siquiera las ventanas abiertas del verano bastaban para expulsar la neblina permanente de su casa. Así se lo decía una y otra vez a Justo, que se limitaba a responderle que un hombre, en su casa y donde fuera, fumaba, y que si lo consideraba tan poca cosa como para permitirse reprenderlo de aquella manera. También por eso todo tenía que ser como tenía que ser y no como era, porque si le permitía a Elisa subírsele al morrillo, su hijo no recibiría más que malos ejemplos, y bastantes recibía ya de su abuelo, el perro de don Emilio, que, en lugar de contratar a un cojo prefería darle largas y a su hija dinero bajo cuerda para mellar su autoridad, que hasta el agua le sabía a la colonia que usaba el viejo. Mejor, cavilaba, que Emilito sepa que su padre todavía es el torero que casi fue; si algún día descubre esa verdad que los demás quieren, pues no pasará nada, porque comprenderá que fue mi verdad, la mía, la que hizo de él un hombre de los que se visten por los pies. Si se entera de lo que quieren que se entere, que le expliquen también que me rebajé a ser picador después de haber cortado oreja en Las Ventas, que la dignidad de un padre son los pies calzados de su hijo. Todo el mundo le echó la culpa a la pierna, que si no podía aguantarme el equilibrio, que si también se hace fuerza con el estribo y yo no era capaz… pamemas. Vaya picador bueno que fui, todo el mundo lo sabe. Y si aquel toro me desarmó y me tiró por encima de la barrera fue por el puñetero golpe de tos que casi me ahoga; cómo se me llenó la boca de flema en un momento, que dejé de ver y no era capaz ni de respirar, y claro, la vara se me fue de entre las manos y se le quedó el campo libre. Y no dije nada por no escuchar al médico, que ya se había puesto muy pesado con que fumo demasiado, que al tabaco hay que respetarlo, hasta Benito, el mozo de estoques aquel que me agenció Paco, que ni era mozo ni sabía de espadas, para mí que las afilaba con un ladrillo, siempre andaba con la misma pepla: una cosa es echarse un truja mientras se ve a los otros, maestro, que todos los hombres fumamos, y otra es encadenarlos como hace usted, que desde el tendido parece lo que no es y luego comentan los muy cabrones, que no sé ni por qué los llamamos el respetable. Ahí sí que tenía razón. Si supieran que desde abajo se oyen hasta los cuchicheos… cuántos hay que te llaman cobarde y luego se acojonarían hasta delante de una oveja. Pues yo me iba al túnel de caballos y ahí echaba el humo sin cotilleos. Porque sí que era miedo lo que sentía, y solo el cigarrito era capaz de sujetarme en el sitio…

-¿Falta mucho para comer? Que tengo que estar a las cuatro.

Elisa se apartó de la sartén para colocar en la mesa un mantel, tres vasos, tres servilletas y tres cubiertos que parecieron salir, como en un truco de magia, de su ahuecado delantal.

-Nada, frío los medallones y estamos. Que no he parado y tú te piensas que con ir a por el pan ya lo has hecho todo.

Medallones otra vez, se lamentó a voces en su mente, más carne picada de a saber qué coño de bicho sale. Vamos, que no será porque no tengamos para unos boquerones o siquiera unos jureles, que creo que es el mejor recuerdo que me llevé de mi carrera, las fuentes de pescadito que caían en las tabernas del Palo después de torear en la Malagueta… aquello sí que era disfrutar de la vida. Hasta Paco engordó, pero me da que no fue por comer, sino de cuánto se hinchaba cada vez que uno de la cuadrilla o alguien de la empresa le llamaba señor Morella, o si cualquier sobón le hacía reverencias para sonsacarle una entrada… buen tipo Paco, y eso que me he cagado mil veces en su estirpe. Me da que ese puto Rancio le quitó a él más que a mí. Al menos, no escamoteó el dinero del montepío, y con lo que me largan y las cuatro chapucillas de la plaza, mi mujer está como una reina y Emilito tiene su camión comprado en la feria. Y pretenden que le diga al niño lo que el niño no tiene que saber. Solo por joderme. Cómo le gustaría a mi suegro soplarme las orejas delante de mi hijo… me da igual; el día en que el niño descubra la mentira esta en que vivo, sabrá comprender que la verdad es la que siempre le dije.

-Anda, calamidad, lávate las manos y siéntate, que ya está la comida.

Elisa se lo dijo sonriendo, hasta le dio un beso en la frente cuando pasó a su lado. En el fondo, pensó Justo, también ella sabe cuál es mi vida buena.

Comió, apagó el pitillo en las mondas de la pera que descansaban en el plato y se fue para que su hijo no le viera ponerse el traje de sombra.

-Vamos, Justo, arranca, que ya vamos apretados. Y cuando aparques la carretilla, mira a ver un tablón que baila en la de toriles.

Y Justo agarró por el manillar la carretilla y la empujó hasta los medios, donde abrió la espita del volquete para que empezara a caer la cal con que repasaría los círculos de los tercios. Quería hacerlo rápido, porque quienes iban ocupando sus asientos llegaban con ganas de bromear, y nunca faltaba el gracioso que aprovechaba el eco de los tendidos para dar una voz: ¡No seas tacaño, que no es cocaína! ¡Pon cuidado, que eso parece la carretera de Burgos!... y se reían ellos y nadie más, pero insistían, y ni su pierna truncada se escapaba del humor cogorza de los zánganos: Mira a ese, que barre sin escoba… tanto se le daba a Justo, entregado al esfuerzo de empujar la carretilla, para el que ya no encontraba aire ni rebuscando en los más hondo de sus tripas, joder, es que este sol y esta pierna acaban con cualquiera, y que no tengo mucho fuelle, vale, pero no voy a volver al médico para que abronque otra vez y me acojone, que ya me acojona bastante esa puerta de toriles que tengo que clavetear, y eso que sé que cuando el toro se acerque yo estaré en el bar del 10 echando una copa con Remigio. ¿Qué iba a hacer Elisa? ¿Y qué iba a hacer el don Emilio de los huevos? ¿Decirle al niño que su padre tiene miedo, si ni ellos mismos lo saben? Sesenta y dos corridas de matador y ni un paso atrás, ni una espantada, ni un golpe de muñeca. Y no cuento novilladas ni becerradas ni tientas. A ver, que me expliquen, y también todos estos señoritos rencorosos, cuál es la verdad. Pues que mi hijo es el hijo de un torero. Esa es la verdad. La fetén.

-¿Cómo ha ido? -le preguntó Elisa en cuanto abrió la puerta.

-¡Bah! Hoy han racaneado los matadores; como solo ha habido media entrada…

Sacó del bolsillo un par de billetes y unas cuantas monedas y las dejó en la repisa. Emilito entró en la cocina todavía enganchado a su camión. Justo lo tomó en brazos y el pitido de sus bronquios se escuchó con claridad en toda la sala. El esfuerzo de alzar al niño lo dejó sin resuello y apenas pudo enhebrar una frase entre dos besos:

-Hay días que no se dan bien, Emilito. Ya ves: hoy, solo dos vueltas al ruedo.

A CUENTO DE QUÉ

Si ya en los dos veranos anteriores les brindé una sombrilla de cuentos (no todos refrescantes), reincido en este con la confianza de que alguno mitigará la soledad de la tumbona.

Para ustedes he convocado a magos provincianos, pobres de pedir, una yegua imbatible, una hábil timadora, una cajera despistada, una baraja de fotos escandalosas…

En todos ellos intenté convocar a las Musas, pero estas habían cambiado sus vacaciones para ir a votar.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”