Decae la narrativa de la desinformación
La victoria de Trump en 2016 y la del Brexit en Reino Unido pusieron este término en el centro de la política mundial.
Hace ocho años, Trump alcanzó la presidencia de los Estados Unidos después de una convulsa y polarizada campaña en la que el término en boga era «desinformación». Muchos suponían que los trolls rusos, al frente de ejércitos informáticos desplegados por todo el mundo, habían conseguido generar una realidad virtual falsaria tan convincente que su efecto consiguió alterar el voto. Hillary Cinton, de quien se dijeron innumerables barbaridades en las redes sociales —incluso se la hizo cabecilla de un grupo criminal de sicarios—, había sido víctima de una gran conspiración capaz incluso de modificar el signo de la opinión pública, constituida en soberanía popular.
Poco antes, en junio de 2016, los británicos habían votado a favor de salir de la Unión Europea, después de 43 años de pertenencia a ella. Los euroescépticos, con el ultra Nigel Farage como uno de los más activos, habían llenado las mentes de sus compatriotas de bulos que exageraban los inconvenientes de tal alianza y minimizaban las ventajas de la permanencia en Europa. Además, el grueso del trabajo sucio de desinformación lo habría hecho esta vez una oscura empresa de datos, Cambridge Analytica, de la que apenas se volvió a hablar en cuanto se digirió lo ocurrido.
Los dos sucesos, las victorias consecutivas de Trump y de los partidarios del Brexit, desolaron a gran parte de la comunidad política occidental, ya que se extendió un manto de temor a la desinformación que dura ya casi una década. Se culpó de ello a la tecnología, que había colocado supuestamente un arma poderosa en forma de algoritmos en manos de los desaprensivos. Y se señaló a las redes sociales por haber dado paso al embrutecimiento de las mentes en forma de mendaces campañas organizadas de fake news. Se creó un potente movimiento social, “Big Disinfo”, para luchar contra los bulos; numerosas ONGs invirtieron en la defensa de la democracia frente a los mercaderes de la desinformación y se crearon instituciones que vigilaban celosamente la propagación de mentiras a través de los medios. La epidemia de COVID reforzó la tesis de la desinformación ya que los antivacunas y los enemigos de la medicina convencional se refugiaron en las redes… Pero hoy, con cierta perspectiva, se ve que la respuesta sanitaria a aquella plaga no fue perfecta y que aparece ya mucho más sospechosa de arbitrariedad y cargada de contradicciones. Algo había, en fin, de realidad tras la precipitación del complejo sanitario.
Entre las reacciones a las elecciones americanas de 2016, hubo una voz discordante, la del dueño de Meta Mark Zuckerberg: el jovencísimo magnate manifestó que había “una profunda falta de empatía al afirmar que la única razón por la que alguien pudo haber votado como lo hizo es porque vio noticias falsas”. Y en efecto, alguna exageración hubo en ello ya que la democracia occidental lleva al menos un par de siglos defendiéndose de las marrullerías que en todo tiempo ha utilizado la clase política para conseguir el poder; la desinformación no es un fenómeno nuevo, y la tecnología no ha hecho otra cosa que proporcionar a los intoxicadores nuevos altavoces, quizá más eficaces pero no revolucionarios.
El debate sobre si las redes de Zuckerberg y otros cuantos magnates de Internet fueron decisivas en la victoria de Trump en 2016 sigue abierto, y aunque la existencia de los bots rusos se ha acreditado, los investigadores están lejos de haber conseguido demostrar aquella relación inquietante.
Hoy, en cambio, tras las recientes elecciones en que Trump ha ganado con facilidad, ese debate apenas tiene lugar. Se da por hecho que, como siempre, las elecciones americanas, con sus complejidades, han plasmado la voluntad general. No cabe duda de que intoxicadores de variada procedencia han tratado de manipular el voto pero ya muy pocos creen que la voluntad general puede ser coartada.
Biden ha perdido porque los demócratas han cometido errores muy abultados, el mayor de ellos la candidatura del todavía presidente, decrépito e incapaz de asumir la carga de la reelección. Y el papel de las redes sociales en la derrotade Harris no está siendo destacado por casi nadie, aunque esta vez si que había una fuerza muy poderosa, la de Elon Musk y su inmensa fortuna, que se había puesto al frente de la red más influyente, Twitter, para —entre otras cosas— tratar de asegurar la victoria de Trump.
Así las cosas, los investigadores de la desinformación no tienen más remedio que comenzar a poner en duda la utilidad de su especialización. Un artículo de Laurie Clarke en “Político” —«Nadie fue engañado para votar a Trump»— supone un revulsivo en el pensamiento tradicional de la izquierda americana, y da cuenta de que la revista “Misinformation Review” de la Universidad de Harvard reconoce que existe una “crisis en el campo de los estudios de desinformación”.
Dicho más claramente, es preciso revisar toda la batería politológica de la última década, en que se ha trabajado sobre la hipótesis de que la libertad de expresión se ha visto violada por un ejército de desinformadores, ya que, una vez detectados y desenmascarados, estos han resultado ser mucho menos peligrosos de lo que parecieron. La narrativa de la desinformación es tosca y poco eficiente, y en cambio el análisis y la critica racionales son perfectamente capaces de defender la democracia política. De sus enemigos, e incluso de las tecnologías más avanzadas puestas al servicio del mal.