‘Cristo está en Tinder’, no apto para todos los públicos
El nuevo estreno del Teatro de la Abadía de Madrid.
Lo primero que se piensa al ver Cristo está en Tinder, de Rodrigo García, que se acaba de estrenar en el Teatro de la Abadía es que es una obra no apta para todos los públicos. Hay que tener claro que no gustará a quien vaya buscando una tarde simplemente entretenida de teatro. Ni a quien piense, por su título, que va a ver un monólogo de La Chocita del Loro o una obra de las que pueblan la multiprogramación de los Teatros Luchana o el Teatro Lara. Y eso que hay momentos hilarantes, de mucha risa.
Por supuesto, tampoco gustará a ese público que va buscando palabra teatral. Entendida como esa que escrita por un/a gran dramaturgo/a la dicen grandes y buenos actores de toda la vida, con una prosodia muy específica, en una escenografía amable, bonita o atractiva y eficientemente iluminada.
Ojo, que los textos de Rodrigo García, el autor de esta obra, son de los mejores. Y los tres actores y el músico en escena son jóvenes y poco conocidos, pero tienen todo para poder llegar a pertenecer a esos que serán grandes. Porque buenos ya son. Y quien ilumina esta obra es Carlos Marquerie, palabras mayores. Cuya maestría deslumbra, nunca mejor dicho, en la forma que convierte el terreno de juego, el espacio, en la alfombra de cualquier salón, donde tendidos en un puf, se entretienen los protagonistas de esta obra.
Desde luego, no es un espectáculo para todos los públicos o familiar, eufemismos usados para evitar la calificación de infantil. No solo por su referencia al sexo o a las drogas, sino por su complejidad, su desnudez, los temas que toca y como los toca. Aunque en esta obra se puede disfrutar como un niño viendo al robot-perro o perro-robot que aparece en escena. Un actor más. O con esa escena y video del motero enfangado tan bruta como los dibujos animados que los niños ven en televisión o en las múltiples pantallas.
Seguro que no gustará a aquellas personas que busquen un musical, música escénica, o una ópera italiana, francesa o alemana. Y no digamos ya si buscan una zarzuela. Y eso que a esta obra no le falta banda sonora con algo de música de verbena. Una música tocada en directo por el guitarrista Javier Pedreira que no evita los sonidos contemporáneos, ya vengan del pop, la electrónica o la mal llamada música clásica contemporánea.
Todo esto se debe a la radicalidad del montaje. A tener una premisa y seguirla y, si es necesario artísticamente, abandonarla. La necesidad de actualizar un lenguaje, el de Rodrigo García. Un lenguaje que para muchos espectadores y profesionales está encuadrado dentro de lo más radicalmente contemporáneo y nuevo cuando ya lleva en circulación muchos, muchísimos años, lo que le ha convertido en un clásico de la escena contemporánea española y europea.
Un autor y director que quiere saber si sigue diciendo algo y sirviendo para contar el mundo que nos rodea. Que no es un mundo viejo, sino nuevo, que se renueva cada día que nos levantamos. Okupado, sí con K, por las nuevas generaciones y la tecnología.
Los jóvenes porque tienen todas las puertas cerradas, también las del teatro. Si no pertenecen a esa gran mayoría adocenada que va a repetir el patrón de sus padres, pero vestidos de Zara y de outlet, cuando no de Vinted, y con la ropa interior de Primark. Estos jóvenes que se han puesto a la cola a esperar su turno. Y que hablan palabras ajenas y tienen sueños ajenos, antes que propios.
La segunda, la tecnología, que viene dando fuerte con su inteligencia artificial, y que sin pedir permiso se impone. Porque resulta simpática, parece servicial, y, como el perro-robot citado, mira y aprende de y con la estupidez humana. Una de las escenas más intrigantes de esta obra. ¿Qué mira el robot cuando mira una pantalla? ¿Cómo se desarrolla su inteligencia artificial? ¿Qué aprende? Preguntas que este montaje responde cuando se proyecta ese corto que es su diario. En el que se encuentran extrañamente reflexiones que parecen propiamente humanas antes que surgidas de unos y ceros.
Una extrañeza que probablemente tendrá el público habitual de Rodrigo García que acuda a ver esta obra. Porque sin abandonar su poética la relee y revisa con los ojos de sus tres jóvenes performers, como él los llama él. Gentes de las que les separan muchos años y con los que nunca había trabajado.
El resultado es una obra inclasificable. ¿Es un ensayo hecho teatro? ¿Es la historia de tres amigos que ven TikTok, o cualquier otra red llena de reels, juntos? ¿Qué hablan de sexo y de amor con emocionalidad que resulta difícil de entender por los más mayores? ¿Unas personas que consexualizan cualquier conversación como hacen los personajes de las series que ven? ¿O se trata de unas de esas obras performativas de museo de arte contemporáneo para connaisseurs?
Lo cierto es que no es una obra que se ve y se disfruta a la primera. Exige una actitud. Una disposición para apreciar lo que ofrece. En la que la expectativa de la persona sentada en la butaca siempre será defraudada. Todo recuerda a su autor, pero a la vez no es el autor que se espera ver.
Donde los textos prolijos, complejos, poéticos y filosóficos, han sido sustituidos por imágenes, fundamentalmente, por danza, ya que como buen creador sabe que es en esta disciplina donde se está cortando el bacalao artístico actualmente, y por bellos cuerpos desnudos o semidesnudos en escena. Por acciones o happenings, como la de los abrigos de piel que ruedan en el escenario. De hecho, parece construido a base de esas acciones performativas.
Y también por eslóganes y breves reflexiones sobre el amor, el matrimonio, el sexo, la educación, la nutrición o la política. Todos ellos, sentimientos hechos de neurotransmisores, de serotonina, y, por tanto, sin necesidad de todo ese romanticismo y toda esa autoayuda de best seller que lo arropa y lo estupidiza. Hasta hacernos hablar con pequeños pitufos sodomizando pitufinas.
Una contemporaneidad que, en toda esa fealdad de la vida corriente y moliente, muestra una mínima belleza. En forma de ese personaje de Elisa Forcano, relectura de un pierrot desde la actualidad, que ilumina Carlos Marquerie para que no se le quite la vista. O esa forma en que esta misma actriz es depositada con delicadeza por sus otros dos compañeros en un lecho de patatas fritas sobre el que bailara lentamente rompiéndolas. Sonido que será la música que acompaña a esta coreografía.
Sí, no es una obra apta para todos los públicos. Sino para esa amplia minoría que ha llenado otras veces salas tan grandes como la Sala Roja de los Teatros del Canal. Una minoría que no busca en el teatro una confirmación de su idea del mundo. Que no busca, como las personas adictas a las drogas, repetir la experiencia, el subidón, de la primera vez. Tampoco busca nuevas experiencias. Ni entretenerse, pasar la tarde, suspender el tiempo.
Una audiencia que busca otra cosa. Algo que no sabe exactamente lo que es como no lo saben los artistas que les interesan. Espectadores y artistas que buscan eso que hay en la vida, en todos sus aspectos, que como Cristo está en todo, hasta en algo tan funcional como Tinder y que hace que consuele. Que ayude a vivirla.