Crímenes diferentes
Una cosa que me ha ido quitando mucho el entusiasmo que antes sentía por este género es que he empezado a darme cuenta de que la mayor parte de las víctimas en las novelas son mujeres.
Mucho antes de escribir novelas negras, o criminales, o como cada quien las quiera llamar, he sido abnegada lectora de obras de este género. Ningún escritor nace siéndolo y todos hemos tenido que aprender página a página leyendo a otros novelistas, hombres y mujeres, vivos y muertos.
A lo largo de mi vida he leído toda clase de historias criminales y he pasado por todas las modas, las fases, las olas de la novela negra, desde los crímenes “de salón” que solo la preclara mente del detective podía resolver hasta las últimas orgías de sangre del psicópata asesino en serie, pasando por los hard boiled y por la época de las resoluciones basadas en la evidencia forense.
En las últimas dos décadas, una cosa que me ha ido quitando mucho el entusiasmo que antes sentía por este género es que he empezado a darme cuenta de que la mayor parte de las víctimas en las novelas son mujeres. No solo mujeres, sino chicas jóvenes, guapas, alegres, estupendas, y el asesino las ha matado de la manera más rebuscada y sangrienta posible apoyándose en citas de la Biblia, o en versos infantiles o por la influencia del horóscopo o cualquier otro recurso que al autor le haya parecido lo bastante horrible y escandaloso, y las ha matado solo por el placer de hacerlo.
En la realidad mueren asesinados unas seis veces más los hombres que las mujeres -entre otras cosas porque el número de hombres implicados en actividades delictivas como robos, peleas y ajustes de cuentas es más elevado-, los crímenes son mucho menos rebuscados e imaginativos que en las novelas y la policía suele atrapar al culpable con rapidez y eficiencia. Sin embargo en las novelas se prefiere que las víctimas sean mujeres, se exagera muchísimo tanto en la forma de matar como en lo retorcido de la mente del asesino, y últimamente esa exageración ha llegado a un punto que ya no encuentro ni entretenido ni intelectualmente estimulante.
También me he dado cuenta de que, si antes un asesinato era bastante para sostener una novela completa y el público lector disfrutaba de la resolución de ese único caso, parece que ahora un solo crimen es poca cosa. Hay que amontonar cadáveres grotescamente mutilados para que los policías encargados del caso se pongan las pilas y encuentren al asesino que, en muchas ocasiones, ni siquiera tenía un motivo concreto para matar. Sin muchas explicaciones clínicas, se concluye que era un psicópata o un sociópata, y listo. No hay que ponerse exquisito con los detalles. Lo importante es que pasen muchas cosas, que maten a muchas chicas y que al final lo atrapen.
Durante años también fue un ingrediente el que el policía encargado del caso -o la policía, mujer, cada vez con más frecuencia- fuera alcohólico, depresivo, se alimentara con comida basura cuando se acordaba de comer, hubiese perdido a su familia por la dedicación a su trabajo y tuviera una clara tendencia a obsesionarse con sus casos. En general hace frío donde viven y casi siempre es de noche. Daba la sensación de que el único que lo pasaba bien de vez en cuando era el asesino.
Cuando yo me planteé la serie del Huerto de Santa Rita (de la que ya hay dos volúmenes, el primero Muerte en Santa Rita y el que sale a finales de marzo, Amores que matan) decidí que la ambientación sería mediterránea porque yo quería usar mi tierra para narrar algunos crímenes, además de narrar muchas otras cosas. Es decir, nada de noches eternas ni de frío glacial o nieblas persistentes. La costa de Alicante en primavera. Sol, mar, buganvillas, palmeras, arroz negro, cervecitas frías... Policías profesionales que hacen bien su trabajo, pero que, cuando salen de turno, se van con los amigos a tomarse una caña o a cenar a su casa con su familia, sin obsesiones, sin malos rollos con los jefes y los colegas, sin insultos ni intrigas ni traiciones entre ellos.
Pero lo más importante fue la elección de las víctimas. Decidí que, por una vez, ya estaba bien de matar mujeres. En estas dos novelas son hombres los que mueren, los que son asesinados, y, además, el lector o lectora entiende perfectamente que hayan acabado así. No justifico el asesinato ni el tomarse la justicia por la propia mano, pero presento casos con los que puede uno identificarse y comprender que, en las circunstancias que muestro, casi no quedaba otro remedio. Es un juego literario, otra vuelta de tuerca. No estoy animando a nadie a que resuelva sus problemas a través del crimen, igual que los autores que torturan y mutilan a sus personajes femeninos tampoco nos están estimulando a salir a cortar orejas de chicas vírgenes antes de matarlas. Es, simplemente, que me apetecía darle la vuelta a la tortilla porque ya está bien de matar mujeres. Todo cansa.
En estas novelas de Santa Rita hay también cosas terribles, tanto en el pasado como en el presente. No es un cozy crime a la moda que se termina de leer y se olvida. Me he propuesto dar un giro a ciertos elementos para romper algunos clichés del género y crear algo diferente; igual que en cada una de las cuatro novelas planeadas, cada una dedicada a una estación del año, hago también un homenaje a un estilo bien conocido de novela criminal, uno diferente en cada historia. Y todas ellas están relacionadas entre sí porque se desarrollan en el Huerto de Santa Rita, un antiguo balneario de talasoterapia que ahora pertenece a Sofía Walker, una escritora hispano-británica de noventa y tres años, habitado por una población variopinta y transgeneracional; personas de todas las edades que viven en paz y armonía apoyándose unos a otros sin perder su independencia. Una especie de utopía en un jardín mediterráneo y paradisiaco donde el lector o lectora asistirá al cambio de las estaciones, a cuatro crímenes en el presente -uno por novela- y a la paulatina revelación de muchos secretos familiares ocultos en el largo pasado de Santa Rita.
La serpiente en el jardín no podía faltar y, aunque no todos los crímenes suceden allí mismo, los habitantes de Santa Rita siempre están relacionados con el caso presente y con la investigación de un modo u otro. Desde mi punto de vista de autora, se trata de un proyecto de largo aliento, pero ya estoy más allá de la mitad y sigo disfrutando mucho de preparar las sorpresas que espero dar a mis lectoras y lectores, de ocultar las pistas, de enmarañar los indicios para aumentar el placer de lectura, mientras disfrutan de las buenas temperaturas, las flores y los árboles, y la evolución de los habitantes con los que compartiremos un año del presente y ciento cincuenta años de la historia de Santa Rita, desde su fundación en 1862.
Amores que matan se presentará el miércoles 12 de abril a las 19:30 en el Salón de actos del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Entrada libre hasta completar aforo.