¿Concierto catalán? Pros y contras

¿Concierto catalán? Pros y contras

"Nuestra Constitución prescribe cómo se construye el estado autonómico pero no da pistas sobre el resultado".

Salvador Illa y Pere Aragonès en el Parlament de Cataluña.Europa Press via Getty Images

Como es bien conocido, los constituyentes improvisaron en el Título VIII C.E. un modelo de descentralización autonómica que apenas disponía el procedimiento, sin prejuzgar el diseño final, que se estaba haciendo camino al andar. Nuestra Constitución prescribe cómo se construye el estado autonómico pero no da pistas sobre el resultado. Y cuando, tras la intentona golpista del 23-F, los partidos elaboraron la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), el Tribunal Constitucional, seguramente con buen criterio, la desactivó porque la descentralización prevista en la Carta Magna era real y no solo un dechado de buenas intenciones.

En aquella caótica etapa constituyente, se consensuó una pauta razonable: la Constitución había de dar amparo y cobijo a los nacionalismos clásicos catalán y vasconavarro, en territorios que habían conseguido el reconocimiento, más o menos completo, de su autonomía en el período republicano. Jordi Pujol, líder de Convergéncia Democrática de Catalunya, sucesora de la Lliga, desdeñó un modelo foralista y un tratamiento singular, y optó porque Cataluña se acogiera al modelo general. Euskadi y Navarra sí se beneficiaron de un sistema propio gracias a la disposición adicional primera: “La Constitución ampara y respeta los derechos históricos delos territorios forales”. Y así arrancó en 1978 el régimen democrático.

No tardó mucho sin embargo el nacionalismo catalán en desbordar el proyecto financiero original que diseñaba la Constitución y que se plasmó en una Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), revisable periódicamente, cuya primera versión data de 1980 y la última del 2009. En 1996, Aznar ganó las elecciones por escaso margen y con solo 156 diputados y a pesar de que Felipe González descartó competir por mantener la presidencia del Gobierno, el PP dependía por completo de CiU para poder llegar a La Moncloa. Pujol, muy dolido por los insultos que le había prodigado el nacionalismo españolista del PP, hizo pagar a Aznar un elevado peaje, tanto en términos de dignidad personal -se vio obligado a manifestar que hablaba catalán en la intimidad-, como de ventajas fiscales para Cataluña: el apoyo a la investidura se otorgó a cambio de diversas competencias y de toda una “cesta de impuestos”.

Durante la segunda legislatura de Aznar, este trató de vengarse de tanta humillación y acabó rompiendo los puentes con Cataluña, que en 2003, año de la retirada de Pujol, entronizaba electoralmente un tripartito encabezado por Maragall, que llevaba a cabo una reforma del Estatuto de Autonomía que fue boicoteado por la derecha política y judicial. Ese fue el inicio del “Procés”, atribuible a un soberanismo sobrecalentado y poco realista pero estimulado por una derecha españolista que no paró hasta lograr la humillación de Cataluña, que vio cómo una carta autonómica paccionada y aprobada por los catalanes en referéndum era desactivada por un poder judicial español politizado que seguía la estela de un conservadurismo rancio y periclitado.

El gobierno de Pedro Sánchez, que pronto alcanzará los siete años, ha centrado sus esfuerzos en clausurar positivamente el procés, en cerrar heridas y en restaurar un clima de convivencia, cooperación y relajación en las relaciones entre el principado catalán y el Estado. Y a pocos puede sorprender que el nacionalismo catalán reclame ahora el pacto fiscal que no quiso en 1978 y que Rajoy negó a Artur Mas.

Es obvio que la petición catalana, de ser atendida por la mayoría política, no puede ser canalizada mediante una simple negociación bilateral del concierto catalán. Porque aunque la reforma del modelo se suscite políticamente por la hipotética investidura de Illa como President de la Generalitat, es evidente que el sostenimiento del Estado es una cuestión multilateral de relevancia constituyente, por lo que nada puede hacerse si no se logra una relativa unanimidad en el origen, semejante a la que Rousseau exigía para formalizar el ‘contrato social’.

Digámoslo claro: no es posible la negociación bilateral de la financiación autonómica con autonomía alguna, salvo -en este momento- los territorios forales que se benefician de una excepción constitucional. Y si se quiere cambiar profundamente la LOFCA vigente para formalizar un modelo cuasi federal más avanzado que el híbrido estado las autonomías, habrá que adoptar desde el primer momento la debida multilateralidad.

Con una particularidad: la solidaridad es un valor intrínseco en cualquier estado democrático, pero es preciso cuantificarla para evitar equívocos. Cataluña defiende el principio de ordinalidad desde los tiempos de Maragall, que vitalizó el concepto. Como se sabe, tal criterio consiste en que todas las comunidades autónomas que son donantes pueden exigir que el pago de la cuota de solidaridad al conjunto que se les exija no suponga un retroceso en la posición de dicha comunidad en el ránking global por PIB per capita. En concreto, si Cataluña ocupa el cuarto lugar del Estado en renta per capita (después de Madrid, País Vasco y Navarra) antes de impuestos, deberá mantener esta posición después de haber transferido el excedente correspondiente al Estado. Es un criterio controvertible pero claro, y probablemente no se podrá eludir.

Estamos, en definitiva, ante una reforma en ciernes que, dígase lo que se diga, requiere un gran acuerdo nacional para ser viable. Y este evidencia la conocen todos los actores. Desde luego, son conscientes ERC y el PSOE de que no hay más camino de reforma que el multilateral. De ahí que tampoco sea razonable que algunas fuerzas protesten airadamente porque el gobierno, a su juicio, está a punto de cometer una gran tropelía. Ningún gobierno democrático cometería conscientemente el disparate de enfrentarse a sus ciudadanos.