‘Come from away’ y ‘El nadador de aguas abiertas’, teatro convencionalmente amable
En los teatro Marquina y Pavón respectivamente.
Esta semana se han estrenado en Madrid dos obras de las que suelen gustar mucho al público. Una es el musical Come from away de Irene Sankoff y David Hein en el Teatro Marquina. Y la otra es El nadador de aguas abiertas de Adam Martin Skilton en el Teatro Pavón. Dos historias edificantes que muestran el lado bueno de los seres humanos. Ese que se construye a partir de relacionarse con solidaridad y empatía.
Come from away es un musical que viene con todos los premios y nominaciones habidas y por haber. Incluyendo premios Tony del Broadway de Nueva York y premios Oliver del West End de Londres. Y, la producción que se presenta en Madrid, que es de origen argentino, con siete premios Hugo de teatro musical y dos premios de la Asociación de Cronistas del Espectáculo (ACE) de aquel país. Todas ellas, Nueva York, Londres y Buenos Aires, plazas importantes del teatro a nivel mundial
Premios justificados. Pues, aunque no ofrece nada nuevo o innovador en el mundo del musical, sí está bien hecho. Y es de los musicales puestos en escena para que se disfrute de la música y las letras de las canciones. Pues la primera está a un volumen suficiente para apreciarla, lo que merece porque la orquesta suena muy bien. Y a los cantantes se les entienden lo que cantan porque son buenos actores, un extenso y gran elenco argentino. Aspectos que hace que este musical destaque por encima de los muchos que se ofrecen en Madrid.
Además, está basada en hechos reales. Algo que suele gustar mucho a una parte del público. Sobre todo, si son historias edificantes. En este caso, muestra la solidaridad y la empatía con la que fueron recibidos los pasajeros de los vuelos que tuvieron que desviarse a Gander en Newfoundland, Terranova, el 11-S. El día que dos aviones comerciales fueron estrellados contra las Torres Gemelas y se retransmitió casi en directo por televisión provocando un shock global.
La consecuencia es que se cerró el espacio aéreo estadounidense y todos los vuelos que iban hacia allí tuvieron que ser desviados. En ese desvío más de siete mil personas, con toda la diversidad que uno se pueda imaginar, llegaron para duplicar por un breve período de tiempo, la población del tranquilo e idílico pueblo de Gander. Personas a las que había que dar cobijo, alimentar, entretener la espera mientras desesperaban por sus seres queridos, por no haber llegado donde querían llegar y no saber cuándo podrían alcanzar su destino.
Un musical muy respetuoso con el grave hecho que dio lugar a la situación y a los cambios que produjo, sin que le falte humor y buen rollo. Y no solo eso, sino que es también una celebración de la diversidad del ser humano y las posibilidades reales de convivir y entenderse, independientemente de las creencias religiosas, de la orientación sexual, del género, de la edad, o del idioma. Una celebración de la resiliencia, es decir, de la capacidad de adaptación de las personas, gracias a la solidaridad.
El nadador de aguas abiertas no está basado en un hecho real, pero también está basado en la empatía que se produce entre dos hombres. Uno es un actor en crisis total. Su madre acaba de morir, su mujer le ha dejado y está en paro. Por lo que decide enfrentarse a un reto personal como forma de demostrarse que puede con lo que le echen. Que en su caso es aprender a nadar, pues el agua y el mar siempre le dieron miedo.
Para ello, elige como profesor al típico hombre mayor que él, algo bronco y cascarrabias, que esconde un buen corazón y una buena persona. Y, sí, si piensan que entre ellos surge la amistad, han acertado. Una amistad que de alguna manera les cambia la forma de afrontar sus vidas individuales. Superar o cicatrizar los dolores que les ha ido dejando el paso del tiempo y el roce con otros humanos.
Al igual que el musical citado, esta obra también tiene buenos intérpretes. Dos actores que responden bien a la dirección de Fernando Bernúes. Que permite contar la historia en un registro realista que hace sentir al público como su confidente. A quién le cuentan y desvelan una historia de aprendizaje. Sin mucho misterio, la verdad, pero con mucha empatía entre los protagonistas y con una moraleja que a muchas personas le resonará para bien y reforzará, sobre todo, en ese espíritu new age y milenarista.
Producción en la que destaca, sobre todo, su escenografía. Un espacio lleno de cubos de arena o agua a distintos niveles sobre el que se proyectan imágenes del mar revuelto con sus olas. Una idea eficaz y sencilla, que no cansa en todo lo que dura la función, y que permite a los actores chapotear y mojarse de vez en cuando. Un espacio escénico que también ha creado el director de escena citado.
Dos obras que se incorporan a la cartelera a las que, a las que quizás la crítica, al menos la que se dedica a analizar el hecho escénico desde el punto de vista artístico, no dedicará mucho tiempo o espacio. Ya que son dos obras bien hechas, bien puestas en escena, sin más.
Sin embargo, la reacción del público, sobre todo del masivo, verá en ellas ese tipo de historia edificante que tanto gusta y que le hace salir del teatro de buen rollo, con el corazón contento y lleno de alegría y buenas intenciones. Y, como están bien hechas, las considerará dos producciones de calidad, y están en lo cierto, porque las dos tienen calidad técnica en todos sus aspectos. Son producciones cuidadas.
Por lo que el boca-oreja hará que corran como la pólvora entre los espectadores, se la recomienden de tú a tú o en redes sociales o en páginas de venta de entradas, y puede que las conviertan en éxitos comerciales. Por el esfuerzo y el trabajo que hacen todas las personas implicadas en ellas, lo merecen. Y, también, por la visión positiva que dan del ser humano, que a veces se olvida que to er mundo es güeno mientras no se (de)muestre lo contrario.