Ciao, bambino
"Estoy convencido de su victoria sobre todos nosotros".
Reconozco que me ha sorprendido la muerte de Silvio Berlusconi este lunes pasado, más que nada porque pensaba que se había retirado definitivamente del tabaco hacía ya tiempo y que lo que nos mostraban los informativos era su vera efigie recortada en cartón piedra y coloreada con pintura de cera. Tan convincente quedó la marioneta que la hija pequeña de un sobrino señaló hacia el televisor exultante de alegría:
-¡Mira, papá, un anuncio de Toy Story 5!
-No hija -respondió el padre con el tono sonámbulo de quien a duras penas resiste ya el entusiasmo infantil- ni eso es un anuncio ni va a haber quinta peli.
-¡Que sí, papi! -insistió la pequeña- señalando al Cavaliere -¡que Woody se ha hecho mayor!
No insistiré en lo que articulistas mejor informados que yo (es decir, más acostumbrados a hurgar en los muchos lodos en los que el millonario italiano chapoteaba, además de los que se aplicaba sobre su piel de charol) están diseccionando en este momento: su biografía política y financiera, sus cuentas con la justicia (y con la Mafia), su múltiples resurrecciones cuando ya todos lo daban por defenestrado…
Por cierto, entenderé que alguien desconfíe de los obituarios que se han publicado porque le recuerdan las películas de zombis, esos bodrios con los que nos atosigan sin piedad ni motivo.
Tan solo quiero anotar, en esta conversación privada que mantengo con ustedes, que estoy convencido de su victoria sobre todos nosotros. Y de que esta se produjo hace muchos años.
Silvio Berlusconi no habría sido para los de nuestra edad más que otro político italiano salido de nunca sabemos muy bien dónde, si no lo hubiéramos conocido por primera vez como el dueño de Telecinco, una cadena privada que nos asaltó a principios de los noventa para que nos creyéramos americanos (ya podíamos tocar el botoncito del mando con aburrimiento, como veíamos que hacían en las películas) ofreciéndonos una programación que nos iba a nutrir exclusivamente con espectáculos de variada índole: más o menos zafios, más o menos transgresores, más o menos divertidos (y ustedes y yo nos acordamos, no mientan, de las Mama Chicho y las chicas Chin-Chin), pero todos ellos con la facilidad, la rapidez y la levedad como factores comunes. Demasiadas analogías encuentro con esa comida inhóspita, desdentada y flatulenta que aún defiende un público de paladar ágrafo y algún crítico trasnochado, en la que la forma es el todo y el todo es nada.
Consumir y olvidar, esa es la consigna en ambos casos.
Y nos la tragamos de cabo a rabo y sin masticar.
Recuerden que, en sus primeros momentos, Telecinco ni siquiera disponía de espacios informativos; el maestre de la nueva hermandad no podía consentir que la falsa realidad con que nos estaba impregnando fuera desgarrada por los zarpazos cotidianos que nos encabronaban. Tan solo cuando los estudios de audiencia mostraron que la gente abandonaba la “pantalla amiga” para conectar con el parte, como se había hecho siempre, decidieron los directivos organizar un noticiario breve y surrealista en el que hasta Ana Botella ejerció de comentarista, y en el que acabó el admirable Felipe Mellizo. No lo culpo; pocos talentos tan desperdiciados como el suyo en España, país especialista en tirar lo mejor a la linde del camino (cuando no enterrarlo en la cuneta).
Por supuesto, rara vez tocaban aquellos asuntos que nos enfrentaban al espejo en el prólogo de la cena o en el adormilado periódico del autobús madrugador.
Telecinco inventó los programas que tan solo se referían a ellos mismos, los escándalos prefabricados, los chistes sin explicación ni doble sentido, y les dio un nombre: telerrealidad.
Me faltó valor, pero a veces hubiera sido mejor sentarme frente a la lavadora.
Y más limpio.
Poco importaba que Berlusconi hubiera perdido su participación en el grupo o que sus cuentas no cuadraran. Había plantado el césped que amortiguaría cualquier caída, y consiguió ser primer ministro cuando el faisandaje se escapaba ya por sus costuras. Es más, consiguió ser reelegido después de pasar por la cárcel. Sus acólitos (no son meros votantes) vieron su peripecia judicial como un nuevo episodio de Gran Hermano, sus escándalos y sus corruptelas como exclusivas de la crónica mundana.
(Para qué recordar que aquí, a menor escala, don Silvio tuvo su marca blanca; rojiblanca, más bien)
Tan acostumbrado a los regalos, se sabe que rehusó el que le entregó el ratoncito Pérez la mañana en que, por colisión, perdió varios piños.
Que quisiera convencer a los suyos de que Ucrania había invadido Rusia no debe extrañarnos: nada une tanto como los negocios en común. Que le creyeran, y a los resultados de las últimas elecciones me remito, ya es otro asunto (es más fácil convencer de que los dientes no duelen).
Un asunto que se resume en una certeza: creó un mundo y, mal que nos pese, lo habitamos nosotros.
Felicidades, Silvio. Misión cumplida.