Carne de dron
Me cuesta pensar que se pueda abandonar a su suerte a quienes, tanto da si por miedo o por convicción, se niegan a participar en carnicerías que otros han orquestado.
Cumplí con mis deberes para con la patria en su momento, sin que mediaran exenciones ni prórrogas, y no llevado precisamente por el ardor guerrero que me atribuía el himno de la infantería, sino porque, no siendo hijo de viuda, no dependiendo mi familia de mi trabajo para sobrevivir, y sin la coartada del asma o los pies planos, no hallé forma de librarme de tan alto honor.
Sé de quien intentó escaquearse argumentando enfermedad mental, para lo que tuvo que aguantar el proceso de evaluación (durante el cual ingresaban al presunto zumbado en un hospital militar) atiborrándose de anfetaminas, tranquilizantes y algún que otro psicotrópico según lo requiriera la ocasión.
El tiro en el pie con que algunos, cuarenta años antes, intentaron librarse de las trincheras me pareció más inocuo.
Debo reconocer que el servicio militar no fue para tanto: rancho infecto, choriceo de bienes y presupuestos por parte de quienes podían llevárselo (lo que tendríamos que haber comido se iba en comisiones y banquetes para la oficialidad), órdenes absurdas y contradictorias, para demostrar de qué lado estaba la razón de la sinrazón, y bastantes borracheras a destiempo en cuanto cogí el tranquillo a los modos de vivir que por allí se estilaban.
Lo que viene a ser una mili modelo.
Un amigo mío despertaba la furia de sus superiores al declarar, vestido de uniforme, que era partidario del servicio militar obligatorio, pues plasmaba el logro de la Milicia Nacional, “esa conquista”, decía el muy cabrón, “de la Revolución Francesa.”
Pronto descubrí que aquello era una concentración de sádicos. Ni en un congreso patrocinado por el marqués se hubiera reunido semejante caterva de adoradores del sufrimiento ajeno.
Mención especial, y tristísima, merecen los cabos y primeros reenganchados, proletariado de uniforme que tan solo sabían ejercer la brutalidad gratuita y andar todo el día con los cojones en la boca.
Hoy me consuela saber que la Princesa de Asturias, inmersa en tan aguerrida faceta de su formación, no tendrá que soportar a individuos semejantes.
Los más pudientes de entre los renegados cogían el TALGO a París y se buscaban un cursillo que les autorizara a obtener el visado de estudiante (por aquel entonces, bastaba para el documento salvador constar en las listas de cualquier centro cultural, ya fuera como alumno de cocina o de parapsicología), paso previo a la consideración de exiliado. Los franceses daban por buena la negativa a servir en un ejército fascista y represor.
Aunque no se negaban a vendernos sus aviones Mirage preñados de bombas.
Al menos, me libré de la Marcha Verde y de los últimos fusilamientos que firmó la bestia de El Pardo.
Todos estos recuerdos me han venido a la parabólica del sombrero al leer que Alemania solo ha aceptado, hasta el momento, a noventa de los tres mil quinientos jóvenes rusos que han salido a escape de su país (dando la razón a Ambrose Bierce, que definió al cobarde como “un valiente que piensa con las piernas”) para evitar que Putin los convoque a una fiesta salvaje en Ucrania, con efectos de luces, estruendo y vísceras.
Dicen las autoridades germanas que ellos se limitan a aceptar aquellas peticiones que cumplen con los requisitos, aunque no se especifica (e ignoro si el silencio viene de la agencia de prensa o de las susodichas autoridades) cuáles son los requisitos que tiene que satisfacer alguien que no quiere disparar contra quien nada le ha hecho.
“No es de hombres de bien ser verdugos de otros no yéndoles nada en ello”, dijo quien batalló contra molinos de viento y odres de vino.
En serio ¿alguien se atreve a contradecirle?
Puede ser, casi seguro, que la noticia me sorprenda porque no me acostumbro a esta situación en que un enemigo declarado (quiero decir, tratado como enemigo en todas las declaraciones solemnes) es, al mismo tiempo, el proveedor necesario de la energía que el país necesita para no volver a la Edad Media.
La sequía casi ha conseguido arruinar la apuesta germana por el carbón, pues impide que naveguen por el Rhin o el Danubio las barcazas que llevan el mineral a las centrales. A principios de verano, la indiscreta televisión nos mostró el espeluznante aviso que siglos antes grabara alguien en el sillar de un puente y que el bajo caudal devolvió a la luz:
“Si lees esto, reza.”
Así que, me temo, los nobles teutones han debido de considerar que su compromiso con la integridad territorial ucraniana y la defensa de la libertad europea bien puede prescindir de convertirse en santuario para quienes se niegan a ser carne de dron (ya se nos olvida la artesanía del tiro de fusil) en un páramo del que poco saben y ante unos enemigos que nunca les agredieron.
O, simplemente, la legalidad internacional es como es y aquí hay un cocinero que no tiene ni idea de cómo funciona.
Aunque ese sea el caso, me cuesta pensar que se pueda abandonar a su suerte a quienes, tanto da si por miedo o por convicción, se niegan a participar en carnicerías que otros han orquestado. No creo que se contribuya a la paz sirviendo en bandeja retoños frescos para el combate.
Solo puedo desearles lo mejor a los prófugos rechazados por la burocracia: que en un futuro, alguien les interrumpa mientras desgranan sus recuerdos en el vagón del tren que atraviesa la estepa:
-¿Y por qué me cuenta usted su mili?
-Pues por qué va a ser, porque no tengo cuñados…