Bloomsday más siete

Bloomsday más siete

Me reconozco heredero del Ulises; soy consciente de que buena parte de las páginas que más amo no existirían sin su poderosa tiniebla.

Bloomsday más sieteCARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

En puridad, esta nota debiera haber sido publicada el viernes pasado, 16 de junio, el día en que Leopold Bloom salió de su casa para recorrer la ciudad de Dublín en la imaginación de James Joyce y en la historia de todos nosotros desde que Ulises fuera publicado en 1922. Quiso la muerte llevarse a Berlusconi con ella (yo tampoco me lo explico) y la pequeña reflexión que les entregué pudo más que la terca aritmética de los aniversarios. Pero tengo para mí que la pelea de Joyce con las palabras, la rancia moral de su tiempo y la religión de siempre y después, bien puede soportar una semana de demora.

Así que se la entrego hoy, Bloomsday más siete, cuando ya los habitantes de la capital irlandesa han superado la resaca y guardado hasta el año que viene canotiers, bastones, pajaritas, gorras de visera, corsés y botines con los que hacen de la ciudad un inmenso decorado para turistas. Benditos sean quienes se encuentran en un libro y no en una matanza o en un rasgo de soberbia. Ya propuse en su momento que instituyéramos como fiesta nacional la fecha en que se publicó El Quijote. Mejor conmemorar su poética locura y el romo y certero juicio de Sancho que no a conquistadores de cruz y espada.

Los gallegos, siempre sabios, han elevado el Día das Letras Galegas a fiesta mayor y oficial. Y es que compartir lengua y paisaje con Rosalía, Castelao, Cunqueiro, Valente… y no gozarlo con fanfarrias y verbena sería de timoratos, mal que, desde luego, no padecen los hijos de Breogán.

Me reconozco heredero del Ulises; soy consciente de que buena parte de las páginas que más amo no existirían sin su poderosa tiniebla: los meandros de la prosa de García Márquez, cada cual en su río: de niebla y culpa el Liffey, de calor y ron el Magdalena; tantas páginas incomprensibles de Faulkner, que nos tocan sin que sepamos, ni nosotros ni él, por qué; Los párrafos absurdos y los recortes de prensa de Cortázar, tan vivos y tan tiernos de puro crueles; las estructuras caóticas y los monólogos dirigidos al espejo de Cela…

Incluso llegué a pensar que la melancolía de Pessoa reflejaba la de Joyce, aunque luego comprendí que no tiene sentido cargar a terceros con la saudade de un portugués.

Y sin embargo, lo reconozco, no obtengo de la novela el mismo placer que otras me proporcionan. Ulises es, para mí, un indigerible menú barroco con ingredientes magníficos y dispersos, al que justifica un excelso postre: el valiente, sórdido y enamorado monólogo de Molly, la esposa de Bloom, apartada de la realidad de su marido, casi una paria, viva como pocas mujeres han llegado a estar en la literatura; tanto como la pastora Marcela; más, a mi corto entender, que la señora Bovary.

De Molly he aprendido que el amor tiene otros nombres y que puede ser sucio, teñido por la infidelidad, la vergüenza, el poco dinero, la cama estrecha y los vientres alborotados.

El “sí” con el que concluye su solitario insomnio es toda su fuerza. Es la salvación de un libro que no la busca, más que las cultísimas e indescifrables referencias o la intransitable selva de palabras voraces como enredaderas (mi brindis más solemne en honor a José María Valverde, inmenso traductor, que no solo arponeó a este leviatán de verbos imposibles, sino que remó hasta atrapar a Moby Dick).

Y no niego que la recorren chispazos de genialidad que electrocutan. Joyce bebía vino blanco sin medida y decía que le

sabía a electricidad. Con él comparto esos sorbos y con él me estremezco.

Sin embargo, nunca he conseguido habitar entre sus muros. No he encontrado en ella el cobijo que las ficciones de Kadaré, Delibes u Onetti me han ofrecido. Quizás porque noto demasiado cada palabra, la punta que pretende ser en el tablón del idioma, y yo necesito que se diluyan en ese intangible que no es estilo, ni experimentación, ni crítica erudita, ni metalenguaje, al que llamo literatura. Por supuesto que la encuentro en Ulises, pero siempre al lado de un párrafo enemigo, un párrafo que, así lo siento, Joyce escribió para alejarse de lo humano y a mí de él.

Aunque poco tan humano como el fragmento en que reconoce que del riñón del cerdo, que para nosotros, los de la Meseta, supone el colmo del desayuno excéntrico, nos atrae ese leve sabor a orín que perdura en nuestras papilas. Y hasta el más casto lector sabe que no está hablando de casquería (que también me apasiona).

Y no quiero olvidar que Joyce escribió un cuento extraordinario, sencillo, profundo, visceral y enamorado, llamado Los muertos que el cineasta John Huston aprovechó para despedirse de una manera tan hermosa como definitiva. La película se tituló en España Dublineses y es la más agridulce reflexión que jamás vi sobre el amor, la belleza y la destrucción, esos sinónimos.

Alguna noche, y antes de que el sueño me arrope sin avisar y el libro se defenestre para que yo ronque con la luz encendida, pienso cuán poquita cosa ha dado de sí mi día: demorada visita al mercado y a una tienda de vinos, elaboraciones para cien comensales, sprint al Hipódromo mientras mi furgoneta y yo nos fumamos un habano; regreso desbocado tras la tercera carrera para enfrentarme a un comedor lleno; hilvanar los pedidos del día siguiente y, de paso, estas notas; algún encuentro más o menos furtivo cuando los hados (y, sobre todo, las hadas) me sonríen… un aperitivo, una aceituna, comparado con la homérica jornada de Leopold Bloom en el dédalo de Dublín, paralela a la de Stephen Dedalus en el laberinto de Dubloom.

Esa ciudad que no regresará hasta el año que viene.

Quien nunca volverá es Corman McCarthy, que, con suma elegancia, ha atravesado para siempre el meridiano de sangre.

Para él, que me regaló tanta dicha, mi agradecido recuerdo y un bourbon de centeno.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”