Una infanta en San Francisco
Woody Allen pone el foco en una mujer que podríamos identificar como muchas que en nuestro país ocupan portadas. Una mujer que ha nadado en la abundancia, desde su perfecto papel de 'señora de', que renunció a construir su propia vida y prefirió convertirse en el apéndice de un triunfador.
Continúa siendo un placer, aunque en las ciudades como Córdoba cada vez nos lo pongan más difícil, aprovechar la tarde de domingo para disfrutar de la magia de una sala oscura y de una pantalla que nos sirve como espejo y ventana a la vez. Es uno de esos placeres que no cambiaría por nada... caminar por la ciudad casi desierta, abandonar el centro tristón de una tarde fría, y reencontrarte con un maestro como Woody Allen que, al fin, vuelve a dar lo mejor de sí tras sus mediocres postales europeas. Y lo hace con una película que, sin duda, y con el tiempo, quedará como documento del tiempo de crisis que nos ha tocado vivir. Una crisis que está afectando a todos, aunque de distinta manera según el punto de partida del que cada cual gozaba antes de la hecatombe, y que sin duda hará que ya nunca las cosas vuelvan a ser como antes.
Woody Allen pone el foco en una mujer que podríamos identificar como muchas que en nuestro país en los últimos meses ocupan portadas. Una mujer que ha nadado en la abundancia, desde su perfecto papel de señora de, que renunció en su día a construir su propia vida y prefirió convertirse en el apéndice de un triunfador. En la mujer de uno de esos muchos hombres corruptos que durante décadas fueron los privilegiados del sistema, los artífices de todas las trampas, los que finalmente fueron cayendo presas de su propia ambición. Y Allen plantea, entre otras muchas cuestiones, si desde esa posición Jasmine, que se llama justo como una heroína de Disney, tuvo o no alguna responsabilidad en los excesos e ilegalidades de las que se benefició aunque ella decía ignorarlas. Como en sus mejores películas, aunque sin llegar a la hondura de obras maestras como Delitos y faltas o Match point, el director infatigable nos presenta personajes llenos de dobleces, prisioneros de dilemas morales y, al fin, como la mujer triste y azul de esta historia, perdidos en el fango de sus propias miserias. Las que por ejemplo sacuden a muchas mujeres que pasan a veces la vida entera bajo el engaño que les permite mantener un cierto estatus. Ojos que no ven corazón que no siente. Ojos que no quieren ver, corazón que acaba quejándose.
Todas las crisis tienen como grandes perdedoras a las mujeres. Incluso a aquellas que podíamos pensar que por su posición inicial podrían tener más resortes para defenderse. Blue Jasmine nos muestra el infierno de una señora cuya mayor equivocación, obviamente, fue la de renunciar a su propio proyecto vital y enrolarse en la cómoda posición de esposa. El origen de su drama posterior está precisamente en esa opción vital que durante años la mantuvo en la felicidad propia de los idiotas. Algo que, sin embargo, no la redime de la parte de responsabilidad que le corresponde por haber jugado en el mismo tablero que el impresentable de su marido. Una lectura que cobra todavía más vigor si la miramos desde el espejo que supone, como inteligentemente plantea Allen, la vida de aparentemente fracasada que lleva la hermana de Jasmine. Una mujer a través de la cual el director de Annie Hall nos muestra otra perspectiva de cómo perseguir la felicidad, ese horizonte tan líquido que a los seres humanos parece escapársenos entre los dedos cuando ya creemos tenerlo bien amarrado.
Blue Jasmine nos muestra pues, con su tono de drama que a veces se convierte en comedia, una perspectiva de la crisis que también conlleva tragedias personales, ruptura de trayectorias vitales, fracasos y reinicios. Los cuales, insisto, suelen ser más cuesta arriba cuando las protagonistas son ellas y mucho más si han acabado siendo víctimas de un modelo en el que pensaron que la felicidad sería eterna. Para ellas resetear el disco duro puede ser una aventura tan ardua que tal vez renuncien o queden desnortadas por el camino.
Cate Blanchett es Jasmine y esta película sería otra sin ella. Es prodigiosa su composición, sus mil rostros, sus matices, su elegancia y su desgarro. Como una especie de Blanche Dubois del siglo XXI, Jasmine nos transmite todas sus encrucijadas gracias a una actriz que prácticamente ocupa la pantalla toda la película y que lo hace con la intensidad que sólo dominan unas cuantas. Algo que Woody Allen suele descubrir con sagacidad y a lo que le saca el máximo partido cuando, como en este caso, el guión y la cámara se alían para que el milagro sea posible. Sólo por disfrutar de una de las mejores interpretaciones femeninas del año merece la pena ver esta película. Si a eso añadimos el inteligente guión, la fotografía de Aguirresarobe o los magníficos secundarios, las razones se multiplican. Y el gozo todavía más en una tarde de domingo de otoño, con la ciudad desierta y la crisis haciendo de las suyas tras las ventanas que apenas dejan ver la tristeza. Quizás la de muchas mujeres como Jasmine que un día se creyeron princesas y hoy no saben qué papel interpretar cuando su príncipe azul se ha quedado en el paro, está en la cárcel o ha salido huyendo de un cuento en el que ya no es posible comer perdices.
Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor.