'Spotlight': una lección ética
Spotlight es, sin duda, una de esas películas que deberían ver y analizar no solo los profesionales que protagonizan la cinta -es decir, los responsables de un periodismo que hoy día parece que ya es historia-, sino todas y todos los que además de espectadores deberíamos ser sujetos activos en la comunidad en que vivimos. La gran enseñanza de esta película es que los silencios, por acción y omisión, acaban protegiendo a los poderosos.
Hay películas que deberían ser de visión obligatoria para toda la ciudadanía. Películas que nos dan una auténtica lección en torno a los valores sobre los que, con todas sus sombras, hemos articulado un modelo de convivencia que persigue la justicia y el bienestar de todas y de todos. El cine es, sin duda, una de las mejores herramientas pedagógicas para consolidar la ética cívica sin la que la democracia está herida de muerte. Y lo es porque es capaz de movilizar nuestras emociones, sin las que es imposible generar empatía, reconocimiento del otro, mimbres para la convivencia pacífica de las diferencias. Las buenas películas, que siempre acaban siendo políticas, nos enseñan, entre otras muchas cosas, a situarnos en el complejo mundo de las libertades, donde con demasiada frecuencia los más fuertes se comen a los débiles.
Spotlight es, sin duda, una de esas películas que deberían ver y analizar no solo los profesionales que protagonizan la cinta -es decir, los responsables de un periodismo que hoy día parece que ya es historia- , sino todas y todos los que además de espectadores deberíamos ser sujetos activos en la comunidad en que vivimos. La gran enseñanza de esta película, rigurosamente escrita, bien rodada y con unos actores impecables, es que los silencios, por acción y omisión, acaban protegiendo a los poderosos. Una lección esencial en un mundo en el que no dejan de crecer las distancias entre los que todo lo pueden y los más vulnerables. La historia de cómo un grupo de periodistas consiguen sacar a la luz los muchos casos de pederastia que durante años se sucedieron en la Archidiócesis de Boston, y que fueron sepultados con la ayuda del resto de poderes sociales y políticos que, en su momento, optaron por no comprometerse con los más débiles, es un brutal ejemplo de cómo nuestras sociedades continúan en muchos casos esquivando el compromiso cívico con los derechos humanos a favor de unas estructuras depredadoras.
En Spotlight vuelve a insistirse, como ya el cine ha hecho en otras memorables ocasiones, en la importancia de los medios de comunicación como freno del poder, como trinchera del republicanismo, como muro de contención frente a los excesos que desde las cúpulas nos convierten en marionetas. Un papel que lamentablemente vemos que no es el más habitual en unos tiempos donde los medios se han acabado convirtiendo en correas de transmisión de los que mandan, en meras comparsas que alimentan trincheras, en un engranaje más de un mundo empresarial al que le importa poco la justicia social o la dignidad de quienes fácilmente pueden ser pisoteados. Por todo ello sería esencial pararse a pensar hasta qué punto los medios hoy son también responsables de muchas de las crisis que vivimos, sobre todo desde el momento en que parecen guiarse más por la lex mercatoria que por los valores y principios que un día inspiraron el pacto constitucional.
Podríamos hacer una sesión continua con Spotlight y la chilena El club para que a todos, y muy especialmente a los fieles católicos, se nos cayera la cara de vergüenza ante una Iglesia que ampara depravados y a la que poco parecen importarle las víctimas. Esa Iglesia que es incapaz de asumir que algunos de sus representantes no solo pecan sino que también cometen delitos. El pecado mayor, sin duda, y como bien demuestra las dos películas, es de unas estructuras de poder que corren un tupido velo y que se mantienen gracias a las complicidades que dan alas a quienes parece no importar el dolor y sufrimiento de tantas personas vulnerables. Toda una lección ética que nos llama la atención sobre la que es en la actualidad una de las mayores fragilidades de nuestra democracia: la que avala, en muchas casos simplemente con el silencio, el dominio de los jerarcas.
Este post se publicó originalmente en el blog del autor