Don Draper, el hombre
Hace poco terminé de ver la sexta temporada en la que se han recuperado las características que más me gustan: la densidad de sus argumentos, las aristas de sus personajes, la oscuridad de muchos. Y ese magnífico retrato de las identidades masculina y femenina en un momento histórico.
Durante mucho tiempo fui reacio a dejarme seducir por las series de televisión. Todo cambió una madrugada que en un programa de radio escuché a un profesor de filosofía hablando, entre otras, y muy especialmente, de MAD MEN. Me llamó la atención lo que comentó acerca de los retratos masculinos y femeninos que ofrecía la serie. Dado mi interés personal y profesional por todo lo relacionado con el género, busqué inmediatamente los primeros capítulos. Con absoluta glotonería fui devorando las cuatro primeras temporadas que ya se habían emitido. Luego esperé ansioso la quinta, como después la sexta. A estas alturas pues, no me queda más remedio que reconocer que una vez más he traicionado mis presupuestos iniciales, y seducido sin remedio, debo confesar que estoy absolutamente entregado a las peripecias de Don Draper y compañía.
Hace poco terminé de ver la sexta temporada en la que, tras una quinta que me pareció la más floja de todas, se han recuperado las características que más me gustan de esta serie: la densidad de sus argumentos, las múltiples aristas de sus personajes, la oscuridad incluso de muchos de ellos. Y, sobre todo, ese magnífico retrato de las identidades masculina y femenina en un momento histórico en el que los moldes empezaban a romperse y en el que se estaban iniciando transiciones que tardarían décadas en cuajar. Ahí está el personaje de Peggy para demostrarlo, como también el de Betty, la primera mujer de Don, la cual es el mejor ejemplo en las primeras temporadas de ese "mal que no tiene nombre" que tan bien explicó Betty Friedan en La mística de la feminidad.
Foto: MAD MEN/Facebook.
En ese mundo de arquetipos viriles, de machos competitivos y triunfadores, de sujetos tan necesarios para el orden capitalista, es fácil encontrar dibujados con precisión todos y cada uno de los rasgos que durante siglos han servido para definir la masculinidad patriarcal. Los personajes masculinos de la serie -en paralelo, insisto, a los femeninos, porque aunque pueda parecer lo contrario MAD MEN es también una gran serie de mujeres- acumulan en su manera de ser, en sus biografías, en sus actitudes y hasta en sus palabras y maneras de vestir, el catálogo más completo que nos permite explicar las "máscaras masculinas", que diría Enrique Gil Calvo, y esa irrefutable conexión entre lo masculino, el espacio público y el ejercicio del poder.
Ahora bien, por más que todos y cada uno de los personajes ofrezcan perfiles que no tienen desperdicio, la serie no es la que es sin la fuerza y contundencia de un personaje como Don Draper. Un hombre que, pese a sus lados oscuros, su con frecuencia machista ejercicio del poder y entendimiento de las relaciones con las mujeres y los más débiles, o su lado egoísta y perverso, es capaz de seducir a cualquiera que lo mire más allá del arquetipo. Como pasaba con muchos de los grandes iconos del cine clásico, estoy seguro que Draper levanta pasiones entre el público masculino y femenino y, en el caso de muchos hombres, me atrevo a afirmar que acaba siendo el referente al que les gustaría parecerse. Por ese aparente dominio del terreno profesional, por su manera de beber y de fumar, por su capacidad seductora, por cómo aguanta el tipo, y la fachada, incluso en los peores momentos.
Don Draper. Foto: Michael Yarish/AMC.
A mí, sin embargo, lo que más me fascina de Don Draper es justamente ese otro lado que con frecuencia, y muy especialmente en la sexta temporada, vemos de él. Ese hombre que, pese al éxito, acaba siendo un ser atormentado por su pasado, por los fracasos sentimentales, por la compleja relación con su hija, por las mismas máscaras que él ha tenido que construirse para sobrevivir. Ese hombre al que en uno de los últimos episodios que he visto Peggy le grita: "Eres un monstruo".
Draper acumula en él también todo eso que un teórico de la masculinidad ha llamado las "patologías de la omnipotencia", es decir, todas las consecuencias negativas que, tanto a nivel físico como emocional, muchos hombres sufren por no querer asumir del todo sus vulnerabilidades, su fragilidad, su necesidad de los otros. Por tener que responder constantemente ante sí mismos y ante los demás de lo que significa ser un hombre de verdad, un padre con autoridad, un individuo sin fisuras.
Don Draper. Foto: Michael Yarish/AMC.
El final de la sexta temporada nos muestra a un Don Draper más herido que nunca. Lo vemos con todas las máscaras quitadas y con unas ojeras que demuestran que el personaje se agrieta. Con esa mirada de hombre vulnerable, y quizás más necesitado de afecto de lo que él mismo quiera admitir, que necesita volver al pasado para desde ahí, suponemos hacer posible el futuro, acaba el que de momento es el último capítulo de una serie que ofrece una lectura desde el punto de vista del género sobre la que algún día habría que reflexionar. De momento, nos queda esperar con ansiedad una séptima temporada en la que comprobemos si finalmente Don se libera del yugo que le aprieta el cuello o bien se inventa otro personaje con el que seguir mostrando al mundo que es un brillante seductor.
Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor.