Cinco cosas que aprendí al ayudar a morir a mi padre

Cinco cosas que aprendí al ayudar a morir a mi padre

La muerte de mi padre fue una tragedia. No le desearía a nadie las cuatro semanas que pasé ayudándole a morir, pero tampoco las olvidaría por nada del mundo, pues son mías, y aprendí mucho sobre quién soy, quién era mi padre, qué significa el amor, qué significa perder algo que nunca pensaste que perderías y, por último, qué significa tener que soportarlo.

Shutterstock / Pavel L Photo and Video

En el verano de 2006, mi padre empezó a toser de una forma aguda y preocupante, una mezcla entre película de miedo y de ciencia ficción. Nadie en la familia había oído algo así. No era el tipo de tos que tienes por un resfriado normal; era de la que te pone nervioso si la escuchas, aunque seas un desconocido y la oigas desde el otro pasillo del supermercado. Se trataba de un aviso, de un presagio. Pero nosotros no lo sabíamos.

La tos persistió durante unos meses, y tras un diagnóstico de neumonía erróneo, en septiembre nos comunicaron que se trataba de un cáncer de pulmón. Todavía me cuesta asimilar el significado de las palabras "cáncer de pulmón", todo lo que ello conlleva y el cambio que ha supuesto en mi vida.

Hace exactamente siete años, seis meses después de enterarnos de su enfermedad, mi padre murió. Esos seis meses fueron los más tristes y raros de mi vida. Los vi pasar a cámara lenta, desde Nueva York, a más de 1.000 kilómetros de distancia de Wisconsin, donde estaban mi madre y él, donde estuvo luchando contra la enfermedad que fue deteriorando sus pulmones, siempre hambrienta de más, destrozando poco a poco el resto de su cuerpo. A mediados de febrero, decidió dejar de luchar contra la enfermedad -decidió morir- y volví a casa para pasar sus últimos días con él, con mi madre y mis hermanos.

Desde entonces, cada mes de febrero, me invaden recuerdos terribles que se acumulan en mi cabeza y en mi pecho, y entonces me paso cuatro semanas sin saber si es mejor alejarme del horror de lo que ocurrió en su último mes de vida o acunar esos pensamientos en mi cabeza, de modo que no caiga en el olvido el lado más amargo de su enfermedad y de su lucha.

En honor a mi padre, Robert Michelson, uno de los hombres más increíbles que pasó por este planeta, y en honor al dolor, a la pena y a la incomprensión de la muerte, quiero expresar cinco cosas que aprendí al ayudarle a morir.

1. No esperes a hacer lo que importa, porque nunca sabes lo que te puede deparar el futuro

Mi padre fue un abogado de éxito; fue brillante en su trabajo. Su idea era trabajar, al menos, hasta los 85 (la jubilación no entraba en sus planes), y se preocupó de mantenerse en forma, tanto física como mentalmente. Nunca fumó, apenas bebía, no había día que no saliera a caminar varios kilómetros con nuestro perro Harry, y se tomaba un puñado de vitaminas y suplementos cada mañana en el desayuno. Leía vorazmente, escribía artículos de opinión para nuestro periódico local y viajaba todo lo que podía. Pero, ante todo, era curioso por naturaleza, se interesaba por el mundo y por la gente de su alrededor y, además, su curiosidad era contagiosa.

La llama del amor que sentía por mi madre nunca se apagó. La quería de una manera admirable; no he vuelto a ver un amor así desde que nos dejó. A mis hermanos y a mí nos quería de forma incondicional, y así nos hacía saberlo. Hacía preguntas y daba respuestas. Cuando quería provocarnos, lo que ocurría con frecuencia, su mirada adoptaba un brillo peculiar. Odiaba la injusticia. Cuando viajaba a grandes ciudades, solía llevar unos billetes en su bolsillo para poder dárselos a la gente que vivía en las calles y pedía algo de ayuda. Lloraba cuando veía películas antiguas. Era muy bobo.

El mayor miedo de mi padre era que le ocurriera algo que le obligase a pasar sus últimos días sufriendo. Solía decir bromeando (antes del cáncer, cuando todavía hacía bromas) que cuando fuera viejo, antes de perder la lucidez, iba a alquilar un descapotable rojo en buen estado para tirarse desde un acantilado en Italia. Así quería que fuese el final de su vida: instantáneo, como un destello cromado y una nube de polvo caro, como una bola de fuego; cualquier cosa con tal de no pasar por un proceso de marchitación, con tal de no tener que enfrentarse a un final indigno.

Sin embargo, al cáncer de pulmón no le preocupó ninguna de estas cosas. Ni lo que le debía el karma, ni los planes que había hecho, ni todo su amor... Nada de esto importó. Aprendí que las únicas cosas que cuentan son las que hacemos ahora, hoy. Nunca se sabe si hay una pequeña chispa tóxica que se está abriendo paso en nuestro interior, o en alguien a quien amamos. Nunca podremos saber el tiempo que nos queda en la Tierra.

2. Hay una paz que nos invade cuando se acerca el final

Cuando mi padre descubrió que tenía cáncer de pulmón, se quedó hecho polvo. Era demasiado joven, estaba demasiado sano; no se merecía esto. Era el tipo de cosas que le suceden a otras personas, no a él. Al principio, intentó resistirse. Fue a ver a otros especialistas. Empezó la quimioterapia y la radioterapia. Incluso lo intentó con la acupuntura, hasta que el experto, un hombre sin escrúpulos que quizás pensó que estaba siendo amable, o útil, o profesional, le dijo: "Pero, ¿qué esperas? Dentro de seis meses estarás muerto".

Ese fue nuestro primer choque con la realidad. El segundo tuvo lugar después de Acción de Gracias, cuando recibió una llamada en la que le comunicaron que el cáncer se había extendido por el cerebro. Me enteré de la noticia cuando mi madre estalló en mitad del aparcamiento del cine local y me preguntó, entre sollozos implacables "¿Cómo voy a soportar esto?" Con "esto" se refería a "perderle", "vivir sin él". No fue la última vez que tuve que abrazarla en silencio, pues en ese caso no había nada que decir.

En febrero, mi madre me llamó para decirme que mi padre iba a dejar de luchar. No sabía lo que podía encontrarme de vuelta a Wisconsin, pero, cuando llegué a casa, la decisión tomada ya había transformado a mi padre. El odio había desaparecido, y lo había reemplazado una calma que no pensé que podría existir. Apenas podía hablar, pero mis hermanos y yo nos amontonamos en su cama nada más entrar en la casa. Le dijo a mi madre que trajera la bonita caja de madera con su preciada colección de relojes para que cogiéramos los que más nos gustasen. Se le dibujó una sonrisa en la cara. Se puso a reír, y luego a toser. Fue la última vez que vi realmente a mi padre, al hombre que me crió para ser el hombre que soy hoy en día. Fue como si hubiera estado ahorrando toda su energía para poder gastarla su última noche en familia, sin mostrar un ápice del enfado ni de la autocompasión que le habían consumido durante los últimos seis meses. En su lugar, estaba pleno de paz y de alegría, unas palabras que, hasta entonces, solo había comprendido de forma abstracta, en la fantasía de los villancicos de Navidad y de las tarjetas de felicitación.

3. No subestimes nunca el poder del arte

Ayudar a mi padre a morir supuso pasar horas y horas sin hacer nada. Mi madre, mis hermanos y yo hicimos turnos en su cama, acompañándole mientras dormía, o cuando se despertaba, para que siempre tuviera a su lado un cuerpo que le diera calor, para que supiera que nunca estaba solo. Para pasar el tiempo, me puse a leer la serie Historias de San Francisco, de Armistead Maupin. Había oído buenas críticas sobre el libro, pero no tenía ni idea de que me iba a meter tanto en el universo fascinante de Maupin, ambientado en la ciudad de San Francisco a principios de los 70. Me paseé por esas historias, me sumergí en la vida, los problemas y los amores de personas que nunca habían existido, y comprendí exactamente lo que significa vivir, amar y tener problemas. Era un alivio poder dar otro enfoque y reflexionar sobre esas cuestiones y preocupaciones con la ayuda de los personajes, y poder evadirme durante unos minutos. Estoy agradecido a Maupin por haberme ayudado a estructurar esas horas sin fin, por ofrecerme un objetivo al que aferrarme mientras el resto de mi vida se desmoronaba, y por la tranquilidad que su obra me proporcionó.

4. Todos nos merecemos el derecho a morir

Cuando mi padre decidió morir, comenzó una huelga de hambre (por si el cáncer no fuera ya lo suficientemente rápido por su cuenta), con la esperanza de que le llegara su fin lo antes posible. Bebía un poco de zumo de melocotón unas cuantas veces al día (desde entonces, me da asco el simple pensamiento del zumo y de las botellas con forma extraña en las que se comercializa). Por lo demás, el resto de su actividad se limitaba a permanecer en la cama y esperar a que la muerte llegara y se lo llevara. No ocurrió tan rápido como él hubiera querido. Lo que sucedió es que, poco a poco, fue convirtiéndose en un zombi. Cuando se iba acercando el final, se quejaba como un animal herido de muerte. Todavía puedo oír esos sonidos en mi cabeza. Ya he conseguido hacerme a la idea de que nunca podré dejar de oírlos. Envejeció varias décadas en unos pocos días; aparentaba 20 o 30 años más de los que tenía. Era lo más parecido a estar en una película de terror; nunca había experimentado algo así, y lo peor es que no había manera de rescatarle, ni de salir de ahí.

Lo que más quería era morir. Un día, sonó el timbre. Nuestro timbre nunca sonaba. Nada más oírlo, mi padre se despertó de su duermevela y me preguntó: "¿Son ellos?". Yo no sabía a quién se refería, así que le pregunté: "¿Quién, Papá?". Me contestó: "Los que van a matarme". Fue desgarrador. Él creía que un grupo de médicos felices había venido a practicarle la eutanasia. Para mí, fue terriblemente triste darme cuenta de que lo que él pensaba, y esperaba, iba a ocurrir en cualquier momento. Pero todavía fue más triste y más terrible lo que estaba por venir, cuando me pidieron (él y mi madre por separado) que le matara. No creo que pueda explicar lo que se siente cuando tu padre, o lo que queda de él, te mira y te pide que le mates, siendo completamente consciente de lo que dice, y sabiendo perfectamente lo que quiere.

Me lo pensé, y sé que mi madre también. Habría sido bastante fácil, pues disponíamos de una reserva de parches de morfina con la que se podría haber matado a una ballena; si no, nos habría bastado con taparle la cara con una almohada. Sin embargo, teníamos miedo de ir a la cárcel si alguien lo descubría. Entonces, me limité a frotarle la espalda y a susurrarle mis historias favoritas sobre los viajes que habíamos hecho cuando yo era pequeño: las aventuras en castillos, en globos aerostáticos y en cascadas, cuando todos estábamos juntos, sanos y felices. Seguí con las historias hasta que cerró los ojos.

Una de las cosas que más lamento, y contra la que sigo luchando, es que no tuve el valor de cumplir su último deseo, que había sido matarle; no fui capaz de acabar con su miseria. Ojalá hubiera sido más fuerte. Ojalá hubiera tenido menos miedo. Quizás, menos egoísmo también. Lo que sé es que no debería haber tenido que elegir, y que no debería tener que vivir con esa culpa. El derecho a morir de forma humana no debería existir solo en nuestros sueños febriles.

5. El amor es real

Cuando tenía 5 años, yo también tuve cáncer. Era un tipo bastante extraño que se manifestó como un tumor en mi abdomen; para combatirlo, pasé por cirugía, por quimio y por radioterapia. Después de mi primera operación, los médicos me taparon el estómago con gasas y le dijeron a mi padre que me las quitara cuando volviera del hospital. Horrorizado ante la tarea que se le había encomendado, me colocó de pie en la ducha y tiró del inacabable trozo de gasa que cubría el corte como si fuera un mago de poca monta en una fiesta infantil de cumpleaños. Me acuerdo de la ternura con la que lo hizo, a pesar del miedo y de las lágrimas que nos caían por las mejillas.

Probablemente, ese sea el primer recuerdo que tengo del amor de mi padre en acción. Esa fue una de las imágenes que me vino a la cabeza uno o dos días antes de quedarse casi en estado vegetal, cuando, a pesar de que no quedaban señales del hombre que un día vivió en ese cuerpo, sacó fuerzas, tomó aire y me susurró: "Espero haber sido un buen padre para ti". En ese instante se me paró el corazón y, entonces, rápidamente, se me llenó el pecho, y el cuerpo entero, de todos los momentos que había vivido, y supe exactamente lo que estaba ocurriendo, y lo que significa amar y ser amado, algo que lo es todo y a la vez no es suficiente.

No podía parar lo que estaba sucediendo. No podía arreglarlo. Apenas podía entenderlo. Solo sabía que me quería, y le dije que me sentía afortunado por haber pasado siquiera un día, e incluso una hora, con él.

Menos de una semana después, mi padre murió.

Le echo de menos. Hay días en los que me pasa algo increíble o terrible y quiero contárselo, pero no puedo. En este tiempo, he tenido novios a los que he querido y novios que me han arruinado la vida, trabajos que me han atrapado y trabajos que he odiado, aparte de otros triunfos diversos y otras pesadillas que me hubiese gustado contarle. La realidad es que él ya no está. Se ha perdido tantas cosas... Entre ellas, el hombre en el que me he convertido, la valentía que he adquirido desde entonces, y hasta cosas tan tontas como mis bonitos tatuajes, incluido el fantasma de mi bíceps, que me hice por él.

La muerte de mi padre fue una tragedia. No le desearía a nadie las cuatro semanas que pasé ayudándole a morir, pero tampoco las olvidaría por nada del mundo, pues son mías, y aprendí mucho sobre quién soy, quién era mi padre, qué significa el amor, qué significa perder algo que nunca pensaste que perderías y, por último, qué significa tener que soportarlo, y qué significa levantarse cada día y seguir adelante.

Traducción de Marina Velasco Serrano

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