En 2016, parece que a algunos les da miedo que dos hombres se besen

En 2016, parece que a algunos les da miedo que dos hombres se besen

Se pueden aprobar todas las leyes posibles para garantizar que tenemos los mismos derechos y, aun así, ninguna de ellas tendrá sentido mientras se nos siga percibiendo como inferiores, distintos, enfermos, desviados, invertidos, inmorales o perversos.

STEVE NESIUS / REUTERS

El domingo por la mañana me despertó una llamada en la que me avisaron de que había tenido lugar un tiroteo en un pub gay de Orlando (Estados Unidos). Los detalles eran escasos y llegaban -y siguen llegando- con cuentagotas, pero lo que sí que sabemos es que un hombre de unos veintitantos años ha matado a 50 personas y ha dejado, al menos, a otras 53 heridas.

En la televisión, veía a una madre llorando en la calle enfrente del pub, porque aún no habían encontrado a su hijo. En Twitter, veía cómo los políticos y los famosos mostraban su apoyo. Unos exigían mayor control de las armas de fuego. Algunos culpaban al islam. Otros, a la corrección política.

Aunque el autor del ataque declaró su lealtad al Estado Islámico, su padre aseguró en un comunicado que la religión no fue lo que le motivó a llevar a cabo el ataque; el verdadero motivo fue que el protagonista del atentado había visto besarse a dos hombres hacía unos meses, cosa que le había indignado.

No sabemos exactamente por qué lo hizo y puede que nunca lo sepamos.

Lo que sí que sabemos -y lo que llevo sabiendo desde que nací- es que la visión de dos hombres besándose es algo aterrador y sorprendente. Algo peligroso. Algo que provoca furia, miedo, violencia y, en efecto, asesinatos.

Aun viviendo en Nueva York, que es una de las ciudades más tolerantes del mundo, me lo tengo que pensar dos veces antes de ir de la mano con un hombre o de besar a otro hombre. Y no quiero tener que hacerlo.

Incluso a día de hoy, incluso viviendo en Nueva York, que es una de las ciudades más tolerantes del mundo, me lo tengo que pensar dos veces antes de ir de la mano con un hombre o de besar a otro hombre. Y no quiero tener que hacerlo. Cada vez que lo hago, mi propia reacción me repugna internamente. Pero después respiro hondo y le cojo la mano a mi pareja. O le doy un beso en los labios cuando nos despedimos. Es un acto simple -un instante- pero, incluso veinte años después de haber salido del armario, siento que me abruma el miedo, porque no sé qué podría pasar.

No quiero pensar que soy un valiente cada vez que le doy un beso a otro hombre. Simplemente quiero disfrutar de ese momento de conexión con otra persona. Cuando me doy cuenta de que no es un lujo que me pueda permitir porque soy gay, me quedo hecho polvo. Me siento furioso. Y me recuerdo a mí mismo que ser gay sigue siendo un acto radical y que cada afirmación pública (o incluso privada) de mi identidad sigue siendo revolucionaria.

Porque incluso después de todas las victorias que ha conseguido la comunidad LGBT en los últimos años, después de que puedan casarse en Estados Unidos, o de que tengan más visibilidad en Hollywood y en el mundo del deporte, aquí estamos: nos vemos obligados a afrontar el hecho de que todavía somos incomprendidos y odiados por ser quienes somos, por amar a quienes amamos, por acostarnos con quienes nos acostamos y por cómo vivimos nuestras vidas.

Se pueden aprobar todas las leyes posibles para asegurar que tenemos los mismos derechos y, aun así, ninguna de ellas importará mientras se nos siga percibiendo como inferiores, distintos, enfermos, desviados, invertidos, inmorales o perversos.

Intento imaginarme cómo debe de ser ver a dos hombres compartiendo un momento íntimo y responder con repulsión. ¿Cómo se programa a alguien para reaccionar así? ¿Y cómo los desprogramamos, a ellos y a nuestra cultura?

No tengo las respuestas a todas estas preguntas. Pero hoy no es el día de dar las respuestas. Hoy no es el día de limitarse a mandar mensajes de apoyo (que, por supuesto, ayudan a mucha gente a sobrellevar la situación), sino que es el día de la indignación, de la furia y de recordar el papel que han interpretado esas emociones en el lugar del que venimos, en el lugar en el que estamos y en el lugar al que vamos.

Aquí estamos, en pleno Mes del Orgullo Gay, un mes dedicado a recordar a todos aquellos que estuvieron antes que nosotros y que lucharon para que nuestras vidas fueran mejores y nuestro amor, más brillante. Y ante el odio debemos seguir por ese camino.

¿Cómo lo hacemos? Mientras escribo esto, voy mandando mensajes de texto o correos electrónicos a las personas a las que quiero. Tú también puedes hacer lo mismo. Después, comparte una foto en la que salgas besando a alguien a quien quieras (o a alguien que te guste, que te parezca sexy o inteligente o amable). Sal y encuentra a alguien nuevo a quien besar. Sal del armario. En serio, hazlo. Habla abiertamente de quién eres, de lo que has tenido que pasar, de cómo es tu vida. Ten una actitud positiva con respecto al sexo. Hazte oír. Lee y comparte las historias de los que salieron del armario antes que tú. Dona dinero a fundaciones de ayuda. Si puedes donar sangre, hazlo. Y si no puedes, habla sobre lo ofensivas que son y lo desfasadas que están las trabas que se les ponen a los hombres gays para donar sangre en algunas partes del mundo. Apoya a los transexuales. Deja claro a tus representantes que no les apoyarás si aprueban una sola ley intolerante con el colectivo LGBT. Enseña a tus hijos, a los hijos de tus amigos y a los hijos de tus vecinos lo que significa formar parte de esta comunidad. Pronúnciate contra los representantes políticos y religiosos radicales que intenten expandir la homofobia y el odio. Practica sexo. Sé un modelo a seguir para un adolescente de la comunidad LGBT. Y, aunque no formes parte de esta comunidad, apóyanos.

Estamos destrozados. Estamos aterrorizados. Estamos de luto. Pero no estamos solos y no debemos dejar que nada detenga nuestra lucha por ser visibles, respetados y libres.

Este post fue publicado originalmente en la edición de Reino Unido de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.

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