En las últimas décadas, el arte moderno ha sido objeto de todo tipo de presiones, dirigidas a su transformación en mercancía y a la consiguiente pérdida de su carácter crítico y de anticipación utópica. Se ha asimilado la práctica artística a la cultura de consumo y, debido a la creciente precarización de la crítica, los parámetros de evaluación y distinción se desvanecen de una manera alarmante.