'Woody Allen, el último genio'
Hace falta mucha determinación, mucha constancia y mucho talento para llevar tantos años ganándole la partida de la independencia a los ejecutivos de un mundo tan complejo y, en el fondo, tan poco romántico como es la maquinaria de la industria cinematográfica americana. En definitiva: hace falta ser un genio.
No resulta fácil encontrar a un artista de fama mundial que a los ochenta años siga en activo, creando nuevas obras al mismo ritmo frenético con el que lo hacía en su juventud, y ello sin perder un ápice de entusiasmo y de talento. El caso de Woody Allen es, por tanto, excepcional.
Llegar a esa barrera, la de los ochenta, que son los que cumple Allen esta semana, es una ocasión perfecta para repasar con suficiente perspectiva la vida y la obra del maestro. Por ello, el libro Woody Allen, el último genio, quiere invitar al lector a emprender un viaje por la trayectoria profesional y vital de uno de los mayores genios del cine y la cultura de nuestro tiempo. Un libro que les aportará datos -algunos inéditos y otros apenas conocidos- sobre su forma de trabajar y entender la vida, sobre su carrera, sus aficiones y sus comienzos, desmontando de paso algunos mitos sobre su persona. Todo ello narrado desde la perspectiva personal de alguien que conoce al cineasta desde hace ya un par de décadas y que ha tenido el privilegio de seguir de primera mano su devenir personal y profesional durante todo ese tiempo.
Describir la obra de Allen es un ejercicio muy complicado, por la sencilla razón de que el conjunto de sus trabajos ha llegado ya a unas cifras casi inabarcables, con más de medio centenar de películas que ha escrito, dirigido e interpretado, trabajos para televisión, actuaciones como cómico en cientos de salas y teatros de toda América, decenas de miles de chistes escritos para periódicos, autor de tiras cómicas publicadas en diarios de medio mundo, cientos de actuaciones como músico de jazz por numerosos países, autor de varias obras teatrales de gran éxito en Broadway, escritor con varios libros publicados, articulista, director de musicales y ópera, director y actor teatral... en definitiva, un abanico impresionante de trabajos a los que, con seguridad, habrá que añadir aún muchos más en los años por venir.
El cine es un arte centenario que a muchos nos ha marcado nuestras vidas de forma indeleble, y que atraviesa por momentos de cierta zozobra, afectado por los avances tecnológicos que hacen que las salas sean hoy animales en peligro de extinción y por una pertinaz piratería de contenidos que pone en serio riesgo la producción, distribución y exhibición de películas, es decir, un jaque mate al corazón mismo de la industria cinematográfica.
Pero a lo largo de casi medio siglo Allen no ha faltado nunca a su cita anual con los espectadores, regalándoles una nueva película cada año que un buen puñado de seguidores en todo el mundo acuden a ver con la esperanza segura de que los sorprenderá con situaciones interesantes y diálogos inteligentes. Se ha convertido para muchos en una de esas tradiciones que hacen de la vida algo más placentero, ir a ver la última de Allen, un rito agradable, como probar el primer vino de la vendimia o darte el primer baño en la playa tras un largo y frío invierno. Combustible suficiente para aguantar unas millas más.
La obra de Woody Allen no se puede entender sin tener en cuenta la decisiva influencia que la cultura y el cine europeos han ejercido sobre su trabajo. Su cine bebe de las mismas fuentes de las que manaron las películas de Bergman, de Fellini o de Buñuel, a los que él considera los grandes maestros. Del mismo modo que no se puede entender a Allen sin Chaplin o sin Groucho Marx. Y es, posiblemente, el último de los grandes artesanos del cine, artistas que escribían el guión, lo dirigían, lo interpretaban e incluso les sobraba tiempo para asegurarse que la producción quedara completamente bajo su control. Sólo Chaplin ha tenido un poder comparable, sólo ellos dos han conseguido mantener el control absoluto de sus obras.
Por ello resulta muy sorprendente la imagen que muchas personas tienen de Allen, una imagen pública equivocada debida sin duda al habitual error de confundir al actor con su personaje. El que interpreta en pantalla es un ser desvalido, absolutamente a la deriva, perdido en sus propias dudas y obsesiones. Sin embargo la persona, el verdadero Woody Allen, tiene un control prodigioso sobre su vida y su carrera profesional. Sabe perfectamente lo que quiere y no duda en conseguirlo con dedicación y tenacidad. Trabaja cuándo, dónde y con quien quiere, manteniendo un equipo fiel desde hace años que funciona como un mecanismo de relojería. Hace falta mucha determinación, mucha constancia y mucho talento para llevar tantos años ganándole la partida de la independencia a los ejecutivos de un mundo tan complejo y, en el fondo, tan poco romántico como es la maquinaria de la industria cinematográfica americana. En definitiva: hace falta ser un genio.