Irse de vacaciones sin hijos es genial, pero volver a casa es incluso mejor

Irse de vacaciones sin hijos es genial, pero volver a casa es incluso mejor

Motherly

Por Jennifer Batchelor

Metí la maleta en el compartimento delantero, eché mi asiento para atrás y estiré las piernas, aprovechando el espacio extra del que disponía por estar sentada al lado de la salida de emergencia. Pedí un cóctel a la azafata y, bebida en mano, cogí mi libro, me coloqué los auriculares y disfruté de mi viaje de cuatro horas hasta Los Ángeles.

Esta experiencia fue totalmente diferente al vuelo que había tomado hacía unos meses. Ese vuelo comenzó con una batalla para meter el asiento del coche del niño al asiento de la ventana del avión e intentar abrochar el cinturón de seguridad. En ese viaje tuve que pedir chucherías, recoger pinturas que se caían al suelo cada dos minutos y responder a la pregunta "¿Ya hemos llegado?" por lo menos un millón de veces.

En este vuelo sin mi hijo, cuando el capitán apagó la luz del cinturón de seguridad, escuché cómo un niño empezaba a llorar.

Sí, pensé mientras empezaba el siguiente capítulo de mi libro, viajar sin niños está bastante bien.

Estaba viajando a Hawái porque me había apuntado a una carrera por la costa de Maui con mi amiga Erin. Después teníamos pensado pasar unos días en su casa en Oahu antes de volver a casa.

Aparte de las dos horas que estuvimos corriendo, el viaje fue de completo relax. Pudimos comer estupendamente, vaguear en la playa y el único cuerpo en el que tuve que echar crema era el mío. Ni una vez tuve que buscar un aseo público para un apuro, y conseguí ir al supermercado y a un centro comercial sin que nadie montara un numerito.

Durante cinco días, las únicas necesidades que tuve que atender fueron las mías. Cuando tenía hambre, comía; cuando tenía sueño, dormía; y no hubo una sola cena que terminara en lágrimas.

Estuve en la gloria, amigas.

Me relamí en mi libertad y aproveché cada segundo de egoísmo. El tiempo se pasó volando y llegó el día de volver a casa, de vuelta a la realidad y a la responsabilidad. A un lugar donde las cosas fáciles se volvían complicadas con gritos de "Puedo hacerlo solo" y "Cinco minutos más, mami, por favor".

Mientras me preparaba para embarcar en el avión para volver a casa, vi a una madre joven que viajaba sola con su bebé haciendo equilibrismos con todas las cosas. Le preguntó a la azafata de la entrada si necesitaba la base del asiento del coche para el niño o si podía colocarlo en el avión directamente, pero la azafata no lo sabía.

La madre cada vez estaba más nerviosa y acunaba al bebé en sus brazos, yo me acerqué y le dije que no necesitaba el asiento. Aliviada, me confesó que era la segunda vez que montaba en avión y la primera que volaba con su hija de nueve meses.

Yo, que tanto había ansiado cerrar los ojos y echarme una siesta en ese vuelo, me sorprendí ofrecíendole mi ayuda. En parte esperaba que rechazara la oferta y dijera "no, gracias, estoy bien". Pero dijo que sí, que si no me importaba, sería genial.

Se llamaba Gabriela y su hija, Olive y viajaban a Nashville para visitar a su familia en Chattanooga. Le ayudé a facturar la silla del bebé y a colocar la base del asiento del coche en un compartimento superior. Juntas colocamos el asiento como pudimos al lado de la ventana en el avión. Yo me encargué de recoger los juguetes que se caían y pedí un vaso de agua para ella mientras amamantaba a la pequeña.

Cuando el avión comenzó su descenso, Olive se despertó de la siesta. Gabriela la cogió en su regazo, jugó con ella y le habló cariñosamente, como hablan las madres con sus bebés. Observé cómo la cara de Olive se iluminaba con sus palabras, sus ojos seguían atentamente los movimientos de su madre. No puede evitar sonreir. Conocía esa mirada, la había visto en las caras de mis hijos.

"¿Sabes? Esa mirada solo se la regalan a sus mamás. Esa expresión de adoración, entusiasmo y confianza absoluta es solo para ti", le dije.

Cuando aterrizamos, ayudé a Gabriela a montar la silla y a meter el asiento de Olive. Metí sus bolsas en el compartimento inferior de la silla y les deseé un buen viaje a casa. Gabriela quiso agradecérmelo con dinero, pero yo me negué, al fin y al cabo lo único que había hecho era llevar algunas cosas.

Ella, en cambio, me había ayudado a recordar por qué me encanta ser madre.

Entonces fui corriendo a casa, donde me esperaban mi hijo y mi hija. Cuando entré por la puerta, sus rostros se iluminaron como si hubieran visto los regalos de Navidad y corrieron por el pasillo para abrazarme.

Sí, me gustó mucho irme. Pero aún me gustó más volver a casa.

Este artículo fue publicado originalmente en Motherly, apareció posteriormente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por María Ginés Grao.