La bala de plata de Sánchez
Y al final, Rajoy tuvo que escuchar lo que no ha querido oír en esta legislatura. Se lo planteó, a veces desabridamente, un Pedro Sánchez hambriento que arriesgó hasta el límite consciente de lo mucho que se jugaba en el cara a cara. Personificó en su contrincante toda la corrupción que el PP ha producido en los últimos años. Y el presidente se cabreó.
Y al final, Rajoy tuvo que escuchar lo que no ha querido oír en estos cuatro años. Se lo planteó, a veces desabridamente, un Pedro Sánchez hambriento que arriesgó hasta el límite consciente de lo mucho que se jugaba en el cara a cara. Personificó en su contrincante toda la corrupción que el PP ha producido en los últimos años. Y el presidente se cabreó.
Era el cuarto debate cara a cara de Mariano Rajoy, el primero de Pedro Sánchez como líder del PSOE: ya veremos si es el último para los dos. El secretario general socialista salió al ring con la pesada mochila de unas encuestas a la baja y la moral de su tropa por los suelos: el debate con Rajoy era su bala de plata. Y arrinconó a su oponente en la primera parte del debate, con un repaso inmisericorde a los recortes que han dejado tiritando a buena parte de los españoles durante los años de gobierno popular. El paro, el empleo precario, el recurso a la hucha de las pensiones, el rescate bancario y el fantasma de Bankia (y de Rato) eran argumentos poderosos para enfrentar la épica económica de Rajoy, y Sánchez no se dejó ni uno en el tintero. Los recortes en la ley de dependencia admitían poca réplica, y ahí Rajoy sólo pudo insistir en la herencia recibida y el inmenso esfuerzo realizado para reconducir un país arruinado. La cobertura a los desempleados volvería a reaparecer a lo largo del debate, y suscita una pregunta interesante: ¿es posible que el presidente del gobierno no sepa que ha caído diez puntos durante su mandato?
Sánchez desaprovechó su alegato en favor del derecho a decidir de las mujeres cuando Rajoy retorció la frase y le preguntó que ¡cuándo! había recortado él el derecho a ser madre. Precisamente en ese adverbio, en cuándo ser madre, estaba el quid de la cuestión.
Los excluidos del debate ya habían sentenciado antes -y reiteraron después- que era un debate en blanco y negro, de otra época, un epílogo del bipartidismo. No les falta razón: incluso visualmente, el plató resultaba antiguo y triste. La cara de Manuel Campo Vidal, el moderador, de larga experiencia en otros lances que ahora nos parecen de guante blanco, era un todo un poema. Desconcertado ante el nivel de agresividad que alcanzó la velada, incluso tuvo que rogar a los rivales que hablaran de Cataluña...
Es lógico que Pablo Iglesias y Albert Rivera devalúen el debate a dos, pero los cara a cara son imprescindibles en una democracia. Siempre habrá un presidente que defienda su silla y rinda cuentas, y un candidato que le desafía. Es el único que ha aceptado Rajoy en esta campaña y ahora queda más claro que nunca por qué. Lejos del sofá de Bertín, de las preguntas de ciudadanos abrumados por el miedo escénico, de la zona de confort que es la tribuna de oradores del Congreso -con los tuyos jaleando y aplaudiendo cada una de tus palabras-, Rajoy se ha mostrado fuera de forma para el cuerpo a cuerpo. Claramente ha perdido el debate: lo que no tengo claro es que Sánchez lo haya ganado. La ilusión sigue siendo patrimonio de los emergentes: es su mejor baza, y ninguno de los contrincantes de esta noche ha sabido conjugarla.
La única certeza que tenemos respecto a las elecciones del próximo domingo es que el lunes se inaugura una nueva era política en España. Adiós a las mayorías absolutas y a los gobiernos monocolor, hola a la negociación y los pactos. Los políticos, pero también los ciudadanos, tendremos que ejercitar la cultura del acuerdo. La crispación de este cara a cara, el regusto amargo que deja, ha sido un mal ensayo para ese tiempo nuevo que se avecina.