Europa necesita un plan B
Cuando más Europa necesitábamos, más fronteras interiores y exteriores nos estamos encontrando. Cuando más urgente resultaba traducir en políticas concretas aquellos valores de paz, prosperidad y democracia de los que hablan nuestros mitos fundadores, más guerras, recortes y xenofobia vemos crecer a lo largo y ancho del continente. Ya conocemos los resultados de combinar empobrecimiento, capitalismo salvaje, intolerancia y nacionalismo.
Foto de Miguel Urbán y Yanis Varoufakis durante el reciente encuentro de Plan B en Madrid/EFE
Los mitos han servido históricamente para explicar conceptos complejos o para construir realidades edulcoradas. La Unión Europea está cargada de mitos desde su fundación. Un mito que nos cuenta que hace sesenta años Europa tuvo un plan: unirse para no repetir su historia de exclusión, xenofobia y guerra. A ese plan se fueron sumando paulatinamente nuevos integrantes (seis, nueve, doce, quince, y así, hasta los veimntiocho Estados miembro actuales) así como nuevas competencias, al tiempo que se abrían las fronteras interiores para mercancías, servicios, personas y capitales. Todo un proyecto levantado sobre sólidos principios de democracia, solidaridad y defensa de los Derechos Humanos por los llamados "padres fundadores" (porque "madres fundadoras" no hubo ninguna, como si el proyecto europeo hubiese nacido de una costilla).
Monnet, Schuman, Churchill o Adenauer suelen ser los más citados. Algunos, sin embargo, siempre hemos preferido a Altiero Spinelli, militante antifascista encarcelado por Benito Mussolini durante la Segunda Guerra Mundial, que apostó por un movimiento federalista europeo que sirviese de antídoto a la destrucción y el horror generados por las guerras imperialistas.
Pero cada vez queda menos de aquellos mitos fundacionales: basta con ver cómo, cada día, a Europa le sangran las fronteras y le brotan las alambradas. Y es que la UE está respondiendo a la mayor crisis de refugiados de su historia (y al que posiblemente es su mayor desafío en décadas) levantando muros, instalando centros de internamiento masivo y recortando derechos y libertades a nativos y migrantes. Muros construidos no solo con concertinas, sino sobre el miedo al otro, a lo desconocido, y que agrandan la brecha entre ellos y nosotros. Muros tras los cuales se refuerzan los repliegues identitarios y los nacionalismos excluyentes. Muros que reavivan antiguos fantasmas que hoy de nuevo recorren Europa. Los mismos fantasmas contra los que supuestamente aquel sueño europeo se levantó hace décadas.
Hoy la UE acoge paraísos fiscales, auspicia golpes de Estado financieros contra sus propios Estados miembros y negocia a puerta cerrada tratados de libre comercio, como el TiSA o el TTIP, de espaldas a los intereses de sus propios ciudadanos. Ante los desafíos del cambio climático, la escasez creciente de recursos y la rivalidad de otras potencias emergentes, la UE reduce derechos laborales y políticas sociales para competir a la baja en un mercado globalizado, mientras recrudece su agresiva política comercial exterior. Y en aras de la seguridad y la lucha contra el terror, se recortan los mismos derechos y libertades que ese terror busca destruir.
Cuando más Europa necesitábamos, más fronteras interiores y exteriores nos estamos encontrando. Cuando más urgente resultaba traducir en políticas concretas aquellos valores de paz, prosperidad y democracia de los que hablan nuestros mitos fundadores, más guerras, recortes y xenofobia vemos crecer a lo largo y ancho del continente. Ya conocemos los resultados de combinar empobrecimiento, capitalismo salvaje, intolerancia y nacionalismo. La UE pretende ser hija de aquella vacuna contra esos mismos fantasmas del pasado. Hija de un plan que empezó como un sueño, pero que cuando abandona los brillantes paneles de los pasillos y las sentidas declaraciones en los hemiciclos, adopta la forma de pesadilla creciente. Cuando la austeridad se convierte en la única opción político-económica de unas instituciones alejadas de los intereses de la ciudadanía, esta UE realmente existente se vuelve un problema para las mayorías sociales, y construir una Europa diferente emerge como la única solución a la deriva que vivimos.
La UE tiene hoy un plan que poco o nada se parece en la práctica a aquellos sueños fundacionales. Un plan que engendra monstruos y reaviva viejos fantasmas. Ya sabemos cómo terminó aquella historia. Por eso un cambio de rumbo no solo es posible o deseable, sino que resulta urgente y necesario. Europa no puede seguir viviendo de mitos, necesita una ruptura democrática. Europa necesita un plan B. Este fin de semana en Madrid hemos colocado las primeras piedras para conseguir que, desde un internacionalismo solidario y militante, la Europa de los mercaderes y la guerra se convierta en la Europa de la democracia y los derechos.