El sueño del Apolo
Nuestro sueño infantil, cuando veíamos la serie Espacio 1999, de vivir en una ciudad selenita vestidos todos con el mismo eskijama, era un sueño y ahora es un sueño que se ha hecho viejo con nosotros.
A muchos, la muerte de Neil Armstrong les ha recordado el viaje a la luna. A otros en cambio, también nos ha hecho darnos cuenta de que, después de él, casi nadie ha vuelto a ir. En total, tan sólo doce personas han caminado sobre la superficie de nuestro satélite. No son muchas para un cuerpo celeste que está tan sólo a unos cuatro meses en coche. Lo cierto es que el alunizaje ha quedado como una rareza, incluso en la historia de la exploración espacial, un espejismo de lo que se pensaba que sería y no ha terminado de ser. No es que la investigación en el espacio se haya detenido. Pero lo que esto iba a ser era el comienzo del futuro, de un futuro en el que habría ciudades en la luna y viajes espaciales privados en cuestión de pocos años, y lo que ha resultado ser es un grandioso momento épico del pasado, una nostalgia, una imagen "vintage" más de los años sesenta, la década que sólo podemos recordar con clichés, junto con Woodstock, el mayo parisino y la guerra de Vietnam. Incluso la palabra "alunizaje" ha perdido mucho de su lustre últimamente y hoy sirve para referirse sobre todo a una técnica para robar joyerías.
La explicación es que el viaje a la luna no ha tenido continuidad porque nunca formó parte de la exploración del espacio sino de la Guerra Fría, que ya se ha acabado. La luna era ya muy conocida para los científicos y, aunque sí tenía sentido hacer alunizar a un vehículo para recoger muestras, la decisión de que fuese un vuelo tripulado no añadía nada en sí a la parte técnica de la misión. Era una necesidad política, en un momento en que la URSS iba ganando la carrera del espacio. De hecho, la idea no nació en los despachos de la NASA sino en los de la Casa Blanca, y apareció por primera vez en un discurso de Kennedy, no en el memorándum de un astrofísico. Digamos que a la NASA se le encargó, básicamente, cumplir con una promesa electoral. Claro que hay promesas electorales y promesas electorales, y puestos a elegir entre prometer cargarse la seguridad social o poner a tres militares en la corteza lunar a un coste de más o menos un rescate de Bankia por cabeza (que es lo que costaría en dinero de hoy) hay que reconocer y alabar la diferencia en altura de miras.
Si se piensa un poco y se deja a un lado a Verne, también tiene cierta lógica que no haya habido ciudades en la luna. Lo imaginábamos como una solución a una catástrofe ecológica o nuclear en la tierra, y en nuestro entusiasmo raramente nos parábamos a pensar que la luna es la que es, en cierto modo, el resultado de una catástrofe ecológica: un espacio devastado por la erosión en el que no hay agua ni aire. Hacer viable la vida humana en nuestro satélite siempre será más caro y más difícil que resolver el mismo problema en la tierra. Nuestra civilización industrial requiere una infraestructura que no es replicable sin los parámetros que se dan en la tierra, y sin civilización industrial no es posible la vida en la luna, ni en la tierra para una población del tamaño actual. Ni siquiera se ha logrado hacer que las bases de la Antártida sean auto-suficientes. Ni siquiera se ha logrado que sea sostenible Seseña, que está ahí mismo en la provincia de Toledo.
Nuestro sueño infantil, cuando veíamos la serie Espacio 1999, de vivir en una ciudad selenita vestidos todos con el mismo eskijama, era un sueño y ahora es un sueño que se ha hecho viejo con nosotros. El 1999 vino y pasó, y lo más destacado de ese año resultó el establecimiento del euro. Otro sueño futurista que lleva camino de ser pasado. Quizás deberíamos dejar de darle tantas vueltas al futuro, que nunca está a la altura de las expectativas, y concentrarnos algo más en el presente, que parece que necesita bastante más trabajo.