La cobardía de la paz frente a valentía de la guerra

La cobardía de la paz frente a valentía de la guerra

El problema es que nadie ha imaginado, ni se ha preocupado, en pensar qué ocurrirá el día después de la destrucción, división y fragmentación de esos territorios. Parece que no se poseen el coraje y la valentía necesarios para proponer soluciones políticas a estas crisis. Somos conscientes y sabemos que sin resolver el conflicto israelo-palestino y sin hacer realidad la solución de los dos Estados la inestabilidad, el sentimientos de injusticia perdurará en la región.

Como todos los años, hace unas semanas Nueva York acogió el inicio del curso político internacional. Jefes de Estado y de Gobierno, junto a ministros, diplomáticos y representantes de la sociedad civil se dieron cita en esta ciudad para confrontar ideas, proponer acciones y encauzar la gobernanza mundial.

Este año la agenda se centró principalmente en la necesidad de la lucha contra el cambio climático, así como en la preparación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, como propuestas post-2015. Sin embargo, junto a estos desafíos que merecen un tratamiento singularizado, las mayores inquietudes y preocupaciones se volcaron hacia Oriente Próximo; este Oriente desorientado y desgarrado que, año a año, se fragmenta y se divide cada vez más.

Paralelamente a la ebullición de citas y reuniones, las tranquilas salas del Metropolitan Museum acogieron una magnífica exposición titulada De Asiria a Iberia que, al margen de su interés científico y museístico, recordaba acertadamente los lazos históricos y culturales que esta región mantiene con el mundo occidental. Sería recomendable que los responsables políticos y militares que se ocupan de esta región visiten la exposición del Metropolitan y extraigan las lecciones de este período, pues contribuye a comprender las profundas raíces y la interacción entre Oriente Próximo y los países del Mediterráneo. Ya que hablar de Mesopotamia, del actual Irak, es evocar nuestro más profundo legado histórico en el que la escritura, el Estado, la diplomacia, la religión, el comercio..., en definitiva, el poder y los elementos básicos del orden público Occidental, encuentran allí sus raíces. Recordar a Ur a Hammurabi, a los sumerios, Babel, Nabucodonosor o Babilonia, no debe ser algo extraño para un pensador o un político occidental y, sin embargo, esa Mesopotamia, como señaló el politólogo francés, Bruno Étienne, "fue arrasada" en 1992, con la primera intervención americana y totalmente desvertebrada a partir de la segunda guerra del Golfo.

La intervención norteamericana en 2003 es, sin lugar a dudas, el máximo error estratégico de los últimos tiempos y, hasta la fecha, nadie ha asumido responsabilidad alguna. Paradójicamente, hemos asistido, con razón y justicia, a causas internacionales que han condenado a los responsables del conflicto de la extinta Yugoslavia, pero aún se está a la espera de la rendición de cuentas por la participación en un conflicto que abrió la Caja de Pandora en favor de la locura colectiva que estamos viviendo en los últimos años y en los últimos días en el mundo oriental. De nuevo, Mesopotamia está en llamas y dividida, pero no entre dos ríos, como explica su etimología, sino entre comunidades y grupos sectarios manipulados y dirigidos por intereses ajenos al bien general de un Irak próspero, moderno y unitario.

En Occidente se afirma que la coalición internacional, formada mayoritariamente por países occidentales, con un apoyo tibio y contradictorio de algunos países árabes e islámicos, está en guerra contra el "Estado Islámico de Siria e Irak". Tenemos un nuevo acrónimo en inglés "ISIS", que no debe confundirnos con la diosa del Antiguo Egipto, y constituye el objetivo esencial de toda la nueva operación. Ante ésta, debemos preguntarnos: ¿estamos en realidad frente a un verdadero Estado? ¿Posee ISIS fronteras definidas? ¿Cuál es su verdadera población? ¿Cuál es su proyecto político y de convivencia?

Todas estas cuestiones no tienen respuestas claras. Sin embargo, de manera involuntaria, Occidente le otorga una legitimidad política que no merece, pero que persiguen estos fanáticos. Vivimos momentos de confusión. En estos años hemos apelado a la lucha contra el "integrismo islámico", hemos llamado al combate contra el "fundamentalismo islámico", hemos hablado de la lucha contra el "islamismo radical", contra al-Qaeda, hemos demonizado el yihadismo. Luego hemos apoyado a los Hermanos Musulmanes y hemos llegado a la confrontación bélica contra el ISIS -o, en su última denominación, DAESH, un acrónimo en árabe del Estado Islámico de Irak y Siria (al dawla al islamiya fil Iraq wal Sham) que se asemeja fonéticamente a un término cuyo significado es "pisoteado" o "aplastado" y que utilizan despectivamente los rebeldes sirios y algún que otro jefe de Estado-.

Todos estos "ismos" han cambiado en los últimos 20 años, y el imaginario occidental los ha sustituido, uno tras otro, en función de la crisis o el conflicto. En su gran mayoría son denominaciones occidentales y reflejan inadecuadamente las construcciones de grupos musulmanes de fanáticos y asesinos. Lo mismo sucede con los supuestos líderes de estos movimientos. Pensamos que, con la muerte o desaparición de Osama bin Laden, el Satán de los satanes, esta amenaza había desaparecido y, sin embargo, hoy asistimos perplejos a la ampliación de la lista de líderes intolerantes que quieren "destruir" Occidente.

En este sentido, el pensamiento de Eduard Saïd recobra actualidad, pues se puede constatar que, de nuevo, Occidente reinventa su Orientalismo, y quiere dibujar a su imagen y semejanza una región con la que mantiene un involucramiento profundo, pero a la que debe respetar y permitir que proyecte por sí misma su futuro.

Nadie puede justificar o defender las atrocidades de estos extremistas, pero ¿puede la comunidad internacional desarmar política e ideológicamente a estos grupos radicales y violentos? Ellos buscan crear terror y desolación, y polarizar la difícil relación entre el mundo arabo-musulmán y el mundo occidental. ¿Tenemos que hacerles el juego o debemos buscar nuestra propia agenda para desactivar la autoanunciada profecía del choque de civilizaciones?

La primera cuestión es si lograremos erradicar la amenaza con intervenciones militares. La respuesta es compleja, pues, en algunos casos, las intervenciones son necesarias e incluso pueden ser efectivas para detener una desestabilización general. En todo caso, para tener una legitimidad plena y contar con el apoyo firme de la comunidad internacional es necesario el respeto a la legalidad internacional y contar con una resolución del Consejo de Seguridad. Analistas, expertos, diplomáticos y políticos coincidimos con que la solución militar en esta confrontación ideológico-civilizacional está llamada al fracaso y al sufrimiento. Por ello, es necesario y urgente proponer una estrategia política integral y constituir una verdadera coalición política, que no militar, con todos los países y actores relevantes de la región.

Hoy, Oriente Próximo vive de nuevo una profunda recomposición. Cien años después del Acuerdo de Sykes-Picot y de la Declaración Balfour, nos enfrentamos a un profundo cambio de equilibrios y de relaciones de fuerzas.

El problema es que nadie ha imaginado, ni se ha preocupado, en pensar qué ocurrirá el día después de la destrucción, división y fragmentación de esos territorios. Parece que no se poseen el coraje y la valentía necesarios para proponer soluciones políticas a estas crisis. Somos conscientes y sabemos que sin resolver el conflicto israelo-palestino y sin hacer realidad la solución de los dos Estados la inestabilidad, el sentimientos de injusticia perdurará en la región. Sería una paradoja que el Estado 194 de Naciones Unidas fuera el Kurdistán y no Palestina.

La noticia de que Suecia, país europeo influyente en la esfera internacional, haya tomado la decisión de reconocer el Estado Palestino debería movilizar a la UE en la defensa y reafirmación del proceso del doble reconocimiento de la comunidad internacional de Israel y Palestina. Además, junto al problema específico israelo-palestino, la región necesita dotarse de un sistema de seguridad colectiva en el que todos los Estados asuman su compromiso y responsabilidad con el mantenimiento de la paz y el desarrollo sostenible de la región.

Probablemente nos acerquemos a momentos en los que haya que redefinir y ajustar fronteras, así como fijar mecanismos de cooperación y solidaridad. Para ello, parece urgente que la política y la diplomacia internacionales comiencen a estudiar y a proponer iniciativas que podrían encontrar inspiración en el modelo europeo de Helsinki; donde aliados y enemigos se tendieron la mano y establecieron normas y compromisos para garantizar la paz y la convivencia mutua.

No basta con las intervenciones militares y los acuerdos diplomáticos para reconciliar a estos mundos. Es necesario, sobre todo, avanzar con propuestas similares a la Alianza de Civilizaciones. Llama la atención el clamoroso silencio de Naciones Unidas y la infrautilización de sus instrumentos y plataformas. Sin caer en la ingenuidad, pues la Alianza de Civilizaciones no habría evitado los escenarios desgarradores y los degollamientos públicos y publicitados de ciudadanos inocentes, hubiera sido más que oportuno escuchar su voz denunciando y proponiendo movilizaciones solidarias de ciudadanos de diversas creencias, en favor de la paz y la convivencia. La Alianza de Civilizaciones puede y debe hacer mucho más en este sentido, y tiene en estos momentos una gran responsabilidad de acompañamiento de todos los procesos de reconciliación.

Los líderes de opinión y muchos medios informativos nos hacen creer que nuestros dirigentes son valientes porque deciden ir a la guerra; valentía que se difumina y desaparece a la hora de proponer iniciativas de paz. Y, por ahora, todo indica que la cobardía de hacer la paz es mayor que la valentía de hacer la guerra.

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