El Tour de Francia en tiempo de descuento
Es terrible pensar que cuando a fin de julio llegue un aparente vencedor a los Campos Elíseos de París, habrá que esperar puede que incluso años a que los debidos controles extiendan una patente de 'limpieza de sangre', si ese es el caso, confirmando que había ganado el que llegó primero.
El ciclismo y el Tour muy particularmente se distinguieron durante gran parte de su historia por ser, más que un deporte, un potro de tortura. Tras una etapa de montaña asolada de frío y nieve, antes de la II Guerra, es fama que el director de la competición le preguntó dicharachero en la propia meta al vencedor qué le había parecido la carrera y este, con el resuello justo para seguir viviendo, le espetó: "¡Canalla!"
Tras la última gran conflagración mundial el Tour entró en una progresiva profesionalización. Había que reglamentar la extenuación, y sobre todo evitar que la carrera se quedara sin corredores. Las grandes cumbres no podían dejar de estar presentes, pero la épica individual debía hacerse compatible con la supervivencia del género humano.
Durante décadas, el término dopaje había sido tan desconocido como practicado. El gran campeón francés Jacques Anquetil, que ganó su primer Tour a los 23 años y, al igual que su compatriota Bernard Hinault, el español Miguel Induráin y el caníbal belga Eddy Merckx, se llevó la victoria cinco veces, era su propio maestro de dopaje, preparándose unos combinados energizantes que hoy harían sonar todos los timbres de alarma. Se constituyeron grandes equipos, primero representativos de los países en concurso, y más modernamente de firmas patrocinadoras. Y hoy, al término de una evolución seguramente inevitable pero no fastuosa, se corre de manera muy diferente a la de los años 50 y hasta 70.
En este siglo XXI la hiper-hazaña personal, el disparate de un Federico Martín Bahamontes que ganó un Tour, el del 59, solo porque escalaba paredes, sería impensable. Se corre con pinganillo, una especie de sonotone conectado a la dirección del equipo, que le hace saber al ciclista donde está en cada momento hasta el último de sus rivales, que le dicta tácticas y estrategias, que hacía despegar el pelotón como aquella serpiente multicolor que decían los diarios poco imaginativos a la caza de los insensatos que creyeran en el milagro de sí mismos.
Posiblemente, el italiano Marco Pantani y Miguel Indurain protagonizaron en los años 90 las últimas grandes cabalgadas en solitario hasta la victoria. Porque ahora sabemos que las siete victorias consecutivas del norteamericano Lance Armstrong eran pura trampa, y que una de ellas, aunque no le haya sido reconocida como tal, le correspondía al vasco Beloki, que le taloneó como más que aplicado segundo.
La neo-tailorización de la práctica profesional, unida al escándalo del dopaje que afectó a equipos enteros y donde la trapacería española desempeñó tan visible como lamentable papel, le han restado glamour y verdad al deporte de las dos ruedas. Es terrible pensar que cuando a fin de julio llegue un aparente vencedor a los Campos Elíseos de París, habrá que esperar puede que incluso años a que los debidos controles extiendan una patente de limpieza de sangre, si ese es el caso, confirmando que había ganado el que llegó primero.
Pero los inconmovibles nos amorraremos desde el sábado 29 de junio a los televisores, confiando en que el tiempo de la tormenta perfecta haya pasado y que Alberto Contador, que tuvo tres Tours en el morral, pero se quedó sin el último porque una vaca a la que perteneció uno de los bistés que había ingerido en carrera se drogaba, la muy viciosa, con clembuterol, pueda demostrar que tanto en el Antiguo Régimen -Bahamontes-, como en la transición entre dos épocas -Perico Delgado y Miguel Indurain-, como en el tiempo presente en el que podremos seguir el Tour por Internet -en El Huffington Post, sin ir más lejos-, un español competirá para llegar a lo más alto.