Cañete, el censor
No es de extrañar que las asociaciones de consumidores no salgan de su asombro ante la propuesta de introducir en la Ley de la Cadena Alimentaria una cláusula según la cual los estudios que se basen en el análisis de alimentos tienen que ser contrastados por la industria alimentaria.
No salgo de mi asombro con la nueva ocurrencia del ministro Arias Cañete. Y no es de extrañar que las asociaciones de consumidores no salgan de su asombro y perplejidad ante la propuesta del Gobierno de introducir en la futura Ley de la Cadena Alimentaria una cláusula mordaza según la cual los estudios que se basen en el análisis de alimentos tienen que ser contrastados previamente a su publicación por quienes podrían verse afectados. Es decir, la industria alimentaria, que no se caracteriza precisamente por su sensibilidad ambiental.
Parece que el PP ha encontrado el filón para introducir, vía el Senado, todos aquellos cambios legislativos que podrían comportar rechazo social. El paradigma de esta práctica fue la reforma de la Ley de Costas.
Pero ¿qué significa esta disposición adicional introducida por el Grupo Parlamentario Popular en el Senado? Pues que si una asociación decide analizar un alimento y detecta, por ejemplo, presencia de mercurio en el pescado, dioxinas en la leche, trazas de trasgénicos, etc donde no debería haberlas, debe esperar a que los resultados sean contrastados por la industria alimentaria afectada.
El organismo en cuestión debería respetar los plazos y procedimientos establecidos y entregar a los responsables de ese alimento contaminado los datos obtenidos para ser contrastados. Es fácil imaginar que se entraría en un largo y lento proceso que ya se encargaría la industria alimentaria de alargar lo máximo posible con todo tipo de trabas y argucias legales para descontextualizar hasta el extremo el momento de publicar el dato con respecto a cuando se detectó el suceso de contaminación alimentaria. Si es que al final se pudiera publicar la información. De no aceptar este proceso, la organización responsable podría ser sancionada.
En un alarde de paternalismo con tufillo antidemocrático, la justificación dada para que los censores alimentarios actúen es la de proteger a los consumidores de la desinformación. Cuando lo que habría que hacer es protegerlos del oscurantismo y la codicia de la industria alimentaria.
De este modo, los nuevos censores del siglo XXI tratarán de amordazar -otra cosa es que lo consigan-, a Greenpeace o las organizaciones de consumidores que analizan alimentos para determinar su procedencia o nivel de contaminación. Y será Cañete quien pondrá en manos de la industria la capacidad de amordazar a la sociedad civil.
Quisiera dejar constancia de que jamás un informe basado en análisis de Greenpeace ha sido denunciado por los presuntos afectados por falta de rigor. Lo que no quita que haya generado un intenso debate en torno a los hallazgos, cuyo resultado final ha sido que la ciudadanía haya recibido una información que de otra manera no habría tenido.
Ahora me imagino una pléyade de hombres de negro escudriñando los resultados de los análisis con la esperanza de que encallen en una jungla de informes y contrainformes procedentes de la industria alimentaria que siempre pretenderá que nadie ponga al descubierto sus estrategias de lavado de imagen.
No imaginaba que el talante autoritario de Cañete, por muy campechano que pueda parecer, pudiera llegar tan lejos. Lo cierto es que cada día se supera a sí mismo. Pretenderá el ministro que no contemos si hay toxinas o transgénico en nuestros alimentos para no soliviantar a la industria alimentaria. No es una actitud que no me sea familiar. Mis compañeros de Greenpeace que trabajan en países donde no se respeta ningún tipo de derechos están acostumbrados y siempre añoran la prevalencia de la libertad de expresión de la que gozamos. Me temo que la próxima vez que hablemos me tendré que unir a la lista de países donde la censura gubernamental impide el libre ejercicio a la libertad de expresión de la ciudadanía.