Es que yo no entiendo de vino

Es que yo no entiendo de vino

Frente a la cerveza o el agua, el vino ofrece más margen de disfrute, proporcionando a los comensales un tema más de conversación sobre si gusta o no, de dónde procede o con qué uva está hecho, y si además ninguno lo había probado, aportará una nueva experiencia a cada uno que le será de utilidad en el futuro. Como todo aquello que se experimenta por primera vez.

5c8b677e3b000054066d80de

Foto: ISTOCK

Se trata de una letanía frecuente, típica cuando un grupo de cuatro o más criaturas se reúnen en torno a la mesa de un restaurante. El camarero buscará contacto visual con algún comensal dispuesto a hacerse cargo de la dichosa carta de vinos, salvo que sin complicarse la vida la haya dejado sobre la mesa, dilatando el incómodo momento hasta que toma nota, o peor, cuando, elegida la botella, pregunta al aire: ¿quien lo probará?

Analicemos la frase que debería estar condenada al destierro. En el colegio aprendí que cualquier frase que comenzara con "es que" anticipaba una excusa poco solvente por no haber hecho los deberes, por miedo a salir al encerado, o simplemente por no querer hacer un esfuerzo. Esto nos conduce a pensar que, en algún momento, el vino pasó de ser un alimento más a convertirse en una entelequia que genera miedo y pereza a partes iguales.

Les diré que no hace tantos años la cosa era bien distinta. Corría el año 1848 cuando Louis Pasteur (el de la pasteurización) dijo que el vino era la bebida (sanitariamente) más segura, y por ello su presencia era indispensable, junto al pan, en cualquier mesa de Europa, desde la más miserable hasta la más distinguida.

Hasta entonces -insisto- y desde los romanos, el vino era la bebida por excelencia. Hasta tenía un dios para él solito. Y nadie se complicaba la vida. Bebían, disfrutaban y punto.

Después llegó el agua potabilizada, con lo que el problema sanitario quedaba resuelto, y el vino se iría relegando poco a poco al ámbito de la celebración, a lo lúdico, y a la élite que pudiera permitirse pagar buenos vinos. Aparece entonces la cerveza industrial, y con ella, la posibilidad de beber, divertirse y emborracharse a un precio menor y con un producto homogéneo. Ya en el siglo XX aparecen algunos refrescos, mucho más alegres y divertidos que el vino, y con la ventaja de no tener alcohol, pudiéndose focalizar en la gente más joven, para la que el vino fue dejando de presentarse como referente.

En una inmensidad de precios, marcas y zonas de origen, el vino, esencialmente el de calidad, fue viendo cómo su nicho de mercado se reducía hacia la sofisticación y a élite, reconduciéndose popularmente a dos conceptos, un vino barato y malo, que interesa poco a nadie salvo para hacer calimocho, y otro inexplicablemente caro, cuyo precio es difícil de entender sin información. Por ello, en igualdad de condiciones, resulta más fácil pedir una cerveza.

La consecuencia de todo esto es que mucha gente pasa la vida sin llegar a probar su vino. Porque el vino es como leer, a nadie le gusta hasta que encuentra su libro.

Sin ser España de los países que más atiza al vino en sus restaurantes, pedir una botella no deja de ser una decisión que incrementará de manera sustancial el importe final de la dolorosa. Esto conduce a un curioso fenómeno, consistente en que el valeroso que asuma la elección del vino, ¡arriesgándose al suicidio social irreversible!, tenderá a elegir algo manido, muy conocido, o bien el segundo vino tinto más barato de la carta; y ¿por qué? Pues es sencillo, por no arriesgar. Porque elegir directamente el más barato le delataría, y el segundo permite despistar sin despilfarros, y además, porque escoger un blanco o un rosado -¡ya no digamos un espumoso!- sería directamente temerario.

Descrito el problema, parece claro que la solución pasa por que la gente se anime a probar cosas, que posiblemente le gustarían, pero que por falta de información o, sobre todo, por miedo al error, se evitan. Como es obvio, esta situación tan innecesariamente incómoda no es culpa de la gente, o no al menos en su mayor parte. La complicación del vino, que comentábamos en el articulo anterior, no ayuda, y tampoco lo hace la manera en que por lo general se presentan los vinos en un restaurante, normalmente en una carta de variable extensión, pasada de precio, con titulares tipo Rioja, Ribera y otros. Es un modelo que anima poco a innovar y a sorprenderse.

Lo ideal sería, como solo ocurre en un puñado de sitios, disponer de un buen sumiller, con habilidades sociales, capaz de comentar los vinos que irían bien con la comanda (tal y como lo haría con los platos fuera de carta) y sus precios. Dado que no todos los restaurantes pueden permitírselo, estaría bien currarse un poco más la dichosa carta de vinos, controlando los precios (lo ideal es que abunden aquellos que ronden los 15-21 euros IVA incluido) proporcionando al consumidor la información necesaria para decidir, en el propio texto y de manera divertida.

Yo he visto cartas realmente ingeniosas, distribuyendo vinos por categorías (blancos frescos, secos, afrutados, tintos ligeros, con cuerpo...) en lugar de por zonas, o incluso ubicándolos en una tabla en la que se indican los platos con los que van bien. Curiosamente, en estos lugares era raro no encontrar una botella de vino en cada mesa. Y eso es bueno para todos.

Finalmente, creo que hay un mensaje fundamental (¡y positivo!) que transmitir. Hace tiempo que aquella terrible realidad en la que sólo existía vino de Rioja o peleón, forma parte de la historia.

Hoy la enología está muy avanzada y se hacen vinos excelentes en casi todos los rincones del país. Quiero decir con esto que para una persona no aficionada al vino las posibilidades de equivocarse al elegir una botella que supere los 5 o 6 euros en tienda (12-15 en restaurante) son bastante remotas, porque, con matices, el 90 % de lo que hay en el mercado es, como mínimo, correcto.

Hay otra cuestión secundaria que apunta directamente a su cartera. Una botella de vino contiene unas 7 u 8 copas medianas. Si la botella vale 20 euros, cada copa le saldrá a unos 2,5 euros, frente a los 3 que suele costar una cerveza en restaurante.

El último mensaje es, que frente a la cerveza o el agua, el vino ofrece más margen de disfrute, proporcionando a los comensales un tema más de conversación sobre si gusta o no, de dónde procede o con qué uva está hecho, y si además ninguno lo había probado, aportará una nueva experiencia a cada uno que le será de utilidad en el futuro. Como todo aquello que se experimenta por primera vez.

Les diré que yo he vivido cenas que hoy son inolvidables gracias al vino que se sirvió en ellas.

Si con esto, la próxima vez que se reúnan con amigos les animo a pedir una botella en lugar de un botellín, me daré por más que satisfecho. ¡Anímense!