De feria y firmas
Está a punto de arrancar la Feria del Libro de Madrid. Centenares de casetas, escritores y libreros llenarán los flancos del Paseo de Coches del Retiro; miles de libros, lectores, paseantes e ilusiones transitarán por allí.
Está a punto de arrancar, un año más, la Feria del Libro de Madrid. Centenares de casetas, escritores y libreros llenarán los flancos del Paseo de Coches del Retiro; miles de libros, lectores, paseantes e ilusiones transitarán por allí. Y habrá firmas, muchas firmas. Un rito que, a pesar del tiempo y la experiencia, nunca me deja de fascinar.
¿Qué lleva a un lector a aguantar disciplinadamente una cola a veces larguísima, a veces bajo un sol de justicia o una lluvia inclemente; a veces a deshora, con el estómago vacío o el cansancio del fin del día pintado en el rostro? ¿Por qué ese interés en obtener unos trazos apenas garabateados, un volátil mensaje de afecto y quizá una foto o un brevísimo roce con la mano de un escritor?
Tal vez sea mi propia naturaleza -o mis propias rarezas- las que me llevan a percibir como algo un tanto enigmático esa tenaz pasión de los lectores. Siento aversión por las colas y el día que explicaron el significado de la palabra mitomanía, yo debí de faltar al colegio. Asumo, con todo, ser una excepción con mi comportamiento, porque las cifras y las imágenes demuestran que el anhelo por los libros autografiados es masivo, fervoroso y universal.
He visto colas kilométricas de jóvenes desparramados desde el amanecer por el césped del Mall de Washington DC, a la espera de una firma de su autora favorita. He visto colas en el Festival de Edimburgo, en la FIL de Guadalajara (México), en librerías californianas y en el salón de actos del Instituto Cervantes de Pekín. En bulliciosas metrópolis latinoamericanas y en pueblos remotos de La Mancha, Murcia o Andalucía. En auditorios gigantescos, hijos caprichosos de la desmesura de esos tiempos que trajeron el lodo en el que ahora andamos enfangados. En grandes almacenes, salones parroquiales, aulas de institutos, residencias diplomáticas y librerías de barrio en las que las cuentas sólo cuadran si, junto a las novedades editoriales, se venden mochilas, rotuladores fluorescentes y revistas del corazón.
He vivido además multitud de anécdotas durante mis firmas. En Sant Jordi hace un par de años, una señora de sobria estampa me pidió que dedicara mi libro a un muerto: crearle una biblioteca póstuma al finado se había convertido en un proyecto familiar. Otros lectores se han empeñado en dictarme las floridas dedicatorias que, con mi letra y sus palabras, ansían atesorar. Alguien me pidió una vez que le firmara un ejemplar en nombre de Lucía Etxebarría. Y el año pasado una joven pareja me trajo a la Feria a un bebé a quien le habían puesto por nombre Sira, en honor de la protagonista de mi primera novela.
Mentiría, no obstante, si dijera que jamás he sucumbido a la tentación de pedir una firma. Una sola vez superé mi aversión a las esperas ordenadas y me rendí a los pies de un mito. Rescato ahora ese libro de su estante y vuelvo a abrirlo. Es una edición de bolsillo de Vintage Books, comprada en Londres, según indica mi propia y posesiva anotación, en septiembre de 2006. "For María with best wishes", dice la escueta dedicatoria. Letra apresurada con la tinta de un rotulador azul. Debajo, una firma de apariencia incomprensible: la de J. M. Coetzee. Mi adorado Coetzee y su pequeña firma en mi ejemplar de Slow Man. Entre las páginas encuentro el anuncio doblado de aquel acto en el hemiciclo de mi facultad. Allí estuve yo, escuchando al maestro con atención reverencial mientras él leía en voz bajísima fragmentos de su obra aún inédita Diario de un mal año. Corría por entonces junio de 2007, y mi novela El tiempo entre costuras era todavía un simple documento de Word guardado en las tripas de mi ordenador.
Seis años después, en esta primavera de 2013 que parece que no acaba de cuajar nunca, llego otra vez a la Feria. Para empujar a mis libros, para contribuir a que los libreros puedan mantener sus puertas abiertas y esos puestos de trabajo que tanta falta nos hacen a todos. Para aportar mi grano de arena a un gran proyecto y para plantar con afecto y gratitud mi firma en tantos libros como los lectores -siempre, siempre, soberanos, que no se nos olvide- tengan a bien hacerme llegar.