Los 'crímenes de honor', muy cerca de nosotros
El honor es un concepto mítico tan profundamente arraigado que sirve de excusa para la violencia machista en el ámbito doméstico y permite que los crímenes perpetrados queden en el más absoluto anonimato. Así se impide el escándalo de estadísticas que, sin duda, darían la vuelta al mundo.
La mujer paquistaní Saba Qaiser, después de que su padre intentara acabar en su vida. REUTERS/Yaqoob Shahzad
Todavía hoy en día, en pleno siglo XXI, existen muchas culturas que legitiman la violencia contra las mujeres. El artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada el año 1948, nos dice: "Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona". La Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1993, reconoce "la urgente necesidad de una aplicación universal a la mujer de los derechos y principios relativos a la igualdad, seguridad, libertad, integridad y dignidad de todos los seres humanos". Han pasado 40 años desde la Declaración de los derechos humanos y 23 años de la Declaración que tiene por objetivo eliminar la violencia contra la mujer y, sin embargo, en muchos países, amparándose en la tradición, se niegan a articular instrumentos para salvaguardar los derechos de las mujeres y combatir el contexto cultural en el que la violencia de género se inscribe y justifica. Este es el caso de los crímenes de honor; una situación enormemente difícil de erradicar, tan incrustados estánlos valores que justifican esta índole de violencia y asesinatos. Recientemente se ha divulgado por todo el mundo la asombrosa y triste historia de la joven paquistaní Saba Qaiser.
Seguro que Saba sabía que algún tío, algún hermano o su padre intentarían matarla. Había cometido uno de los delitos más graves contra el honor de su familia: sin el permiso de su padre selló en el altar con un "te quiero" la relación con un hombre. El corazón quiere lo que quiere, y Saba se jugó la vida. Una lección de valentía, porque la transgresión en la que incurrió nunca prescribe. Estoy deseosa de ver el documental de la cineasta Sharmeen Obaid, A girl in the river, nominado al Oscar, que cuenta su historia: una historia estremecedora que se ha extendido como la pólvora por todas las redes sociales y medios de comunicación, y ha captado la atención mundial.
Una mujer muere cada noventa minutos por crímenes de honor en el mundo. Saba sobrevivió sorprendentemente. De momento sabemos que su padre le disparó un tiro en la cabeza después de darle una paliza a dúo con un tío de la chica y, por si esto fuera poco, la comprimieron en una bolsa de plástico y la echaron impunemente al río. Impunemente, porque un vacío en la ley paquistaní, al igual que ocurre en Egipto, Jordania, Líbano, Marruecos, República árabe Siria, Turquía, Yemen y otros países del Mediterráneo y del Golfo Pérsico, permite el indulto a los hombres que ejecutan estos atroces asesinatos por honor.
Las conductas se evalúan de acuerdo con las expectativas sociales prescritas. Esto ocurre en todas las sociedades del planeta Tierra pero, en aquellos países, las conductas de las niñas y las mujeres que intentan ser personas libres se evalúan merecedoras de una muerte inminente. Negarse a un matrimonio concertado, haber sido violadas (ya es bien surrealista) o, por ejemplo, escudriñar demasiado tiempo un mozo bien plantado, son actos de vergüenza y deshonra para la venerada institución de la familia. Rociarlas con gasolina para que quemen como una antorcha, ¡zas! un golpe seco de hacha en la cabeza, un disparo preciso o bien ahogarlas, son vistosas formas de finiquito. Tan fuerte es la pertenencia al grupo, tan precaria y débil la identidad masculina en determinadas sociedades y comunidades del mundo (especialmente patriarcales y fundamentalistas), tan arraigadas, inmutables e injustas son las normas y las costumbres, los estereotipos y los roles por razón de género, que las personas son persuadidas para, incluso, asesinar a sus disidentes.
Seamos serios, los crímenes de honor no tienen nada que ver con el honor. En todo caso, tienen que ver con el derecho de pernada de la edad media. Con las creencias que prescriben que las mujeres son multipropiedad masculina. Es como si la máquina del tiempo de la serie televisiva El túnel del tiempo nos transportara, en pleno siglo XXI y desde el contexto de nuestra cultura occidental, a una dimensión del más remoto pasado donde el poder, ilegítimo, de los hombres sobre las mujeres se gestionaba con la coacción del miedo, sobre todo en circunstancias extremas en las que dependían de ellos para satisfacer las necesidades básicas como comer o tener refugio y protección. Y si no, pensemos en el antiguo derecho romano que justificaba los asesinatos por honor al establecer que los hombres podían asesinar a sus mujeres declaradas culpables de adulterio. La romántica escena de Moisés en un pequeño cesto de cáñamo meciéndose en el vaivén de las aguas suavemente removidas del Nilo se nos derrite como un helado bajo el sol ante la imagen sobrecogedora de miles de mujeres que han sido ahogadas en manos del poder coactivo. O el Ródano, testigo del mismo asunto durante el control de Calvino sobre Ginebra.
El honor es un concepto mítico tan profundamente arraigado que sirve de excusa para la violencia machista en el ámbito doméstico y permite que los crímenes perpetrados queden en el más absoluto anonimato. Así se impide el escándalo de estadísticas que, sin duda, darían la vuelta al mundo. El mismo escándalo que ha significado el documental nominado al Oscar y que ha hecho posible que Nawaz Sharif se ponga las pilas para intentar cambiar las cosas con reformas legales. Tengo entendido que, de momento, no hay ningún miembro poderoso del partido en el gobierno que le dé apoyo. El pensamiento de grupo se impone. No es algo baladí y, sin duda, será la causa de barreras insobornables.
Así pues, ¿cómo podrá el líder paquistaní reunir las fuerzas necesarias para cambiar el statu quo? El patriarcado protege con llave y cerrojo sus prerrogativas y, si de verdad el primer ministro quiere voltear su mundo y, al mismo tiempo, mantener intacto su poder, deberá hacer de abogado del diablo. Deberá convencer a la audiencia a la que quiere persuadir: darles a entender que no es él el que muestra el desacuerdo y el que hace la nueva propuesta, sino una persona metafórica y distante. Y que si la propone es sólo porque su rol en la política le obliga a hacerlo. Si el líder paquistaní se toma la molestia de crear esta distancia, quizá los miembros de su partido en el Gobierno le hagan más caso y las críticas que reciba no perjudiquen la buena relación. El ansia de aniquilar de la faz de la tierra los crímenes de honor es lo que nos impele a desearle buena suerte en la acometida. Necesitará mucha pericia para ser convincente. Esperamos, pues, que no lo haga mediante la fuerza bruta e indeseable propia de los poderes coactivos.