Historia íntima de 'Las voces bajas': Los reyes y los cabezudos

Historia íntima de 'Las voces bajas': Los reyes y los cabezudos

No hay salida, nos dicen. O solo hay una salida. La salida única tiene la forma de un callejón sin salida. O de una gatera, por donde ahuecar. No hay otra salida, dicen las voces altas. Esas voces altas, las voces que dominan en nuestro mundo, suenan también como una voz única.

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No hay salida, nos dicen. O solo hay una salida. La salida única tiene la forma de un callejón sin salida. O de una gatera, por donde ahuecar. No hay otra salida, dicen las voces altas. Esas voces altas, las voces que dominan en nuestro mundo, suenan también como una voz única. El ojo panóptico, el que todo lo ve, tiene su prolongación en esa neolengua estupefaciente, esa urdimbre de eufemismos y cifras indescifrables, que es el instrumento de las voces altas para anestesiar y amedrentar a las voces bajas. Incluso para culpabilizarlas. Ese axioma que paladean los altos portavoces de las voces altas, no para hablar de sí mismos, sino de toda la sociedad: "Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades". Cuando la voz alta se pone cínica, tiene estos compadreos. Pero cuando se acentúa la crisis, se vuelve cada vez más apodíctica. Es la banda sonora de la doctrina del shock. La de la retumbante maquinaria pesada de la Historia.

Las voces bajas son las voces de la intrahistoria. Son las voces que no pretenden dominar. Quieren vivir. Incluso después de muertas, quieren decir. En Esperando a Godot, Vladimir pregunta: "No tienen bastante con estar muertas". Y Estragón responde: "No, no es suficiente". Por eso son tan literarias, queriendo o sin quererlo. Saben a sal, a cebolla, a pecado. Lo sé porque las he probado. He escrito un libro sobre ellas, Las voces bajas. Antes de pasarlas a la página, antes de teclearlas, se componían en la boca, las rumiaba, hablaba solo con ellas como un vagabundo. Las palabras de las voces bajas recordaban, pero su recuerdo no trataba del "tiempo perdido", sino de un rescate. Traían información esencial sobre la condición humana. Creaban "otro tiempo": un presente recordado. Venían de la memoria, pero solo hay una forma humana de regresar de la memoria: el descubrimiento. No el déjà vu, sino el jamais vu.

"No se puede decir". Esa era una especie de consigna en la atmósfera de nuestra infancia. Vivíamos en ese estado de alerta. El lenguaje era muy importante. Las voces bajas tenían que moverse con una intuición filológica. Las palabras podían ser pecado no solo cuando adquirían la condición de blasfemia, sino sobre todo por decir una verdad inconveniente. Goya tituló en Los desastres de la guerra: "No se puede mirar". Así que la educación sentimental en España ha tenido históricamente ese cerco intimidatorio: Lo que no se puede decir y Lo que no se puede mirar.

Lo apasionante es la forma en que las voces bajas desarrollaron estrategias para decir lo indecible y para ver en lo prohibido. El habla de los silencios. El disfraz carnavalesco de las palabras. La condición germinal de los murmullos. El territorio de los porqués: la autodefensa sublime de responder con una pregunta a un interrogante. La ironía como permanente cambio de rumbo para capear el temporal. En Las voces bajas el primer círculo lo forma una familia, mi propia familia, de naturaleza verbívora, comedora de palabras, que daba a los cuentos, a los relatos de la vida, el valor de la mejor hogaza.

Mi primer espacio de juego tenía tres vértices: el cementerio marino de San Amaro ("Uno de los más sanos del mundo", en opinión vecinal), la prisión provincial y el faro de Hércules. En el parvulario, mi primer asiento fue una maleta de emigrante. Viví la infancia y la adolescencia en un suburbio que era a la vez ciudad y aldea. La emigración estaba tan presente que esa aldea era una "aldea global" y el faro simbolizaba lo que Miguel Torga atribuía a la verdadera universalidad: lo local, sin paredes. Antes de sumergirme en la felicidad clandestina de los libros, fue en esos espacios y con las "voces bajas" donde oí abrirse por vez primera, ¡y de qué forma!, la boca de la literatura.

Todo comienza con el primer miedo: dos monstruos ocupan el ventanal de nuestra casa, el que daba a la calle. Mi hermana y yo corrimos a encerrarnos en el cuarto de baño. Cuando volvió mi madre del reparto, pues trabajaba de lechera, nos buscó con el miedo de la hembra que no encuentra a sus crías. Nuestro miedo era distinto: era el primer miedo. El terror. Hasta que Carmiña, mi madre, nos dijo: "¡Tontos! No eran monstruos. Era los gigantes cabezudos. Eran los Reyes Católicos". El primer recuerdo va asociado a esa frase, que actúa con un inicial punto de cruz para tejer todo el libro: la urdimbre de terror y humor, de miedo e ironía. Después, en la escuela y el instituto, cada vez que oía hablar de los Reyes Católicos me acordaba de los cabezudos y me tapaba la boca para no reírme. Todavía hoy, cuando oigo hablar de reyes, pienso en los cabezudos. Y recuerdo la voz irónica y libre de mi madre. La boca de la literatura abriéndose por vez primera.

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