Melancolía Zidane
Zidane es una de esas cosas irrepetibles que le ocurren al fútbol. El paradigma hecho carne; la medida universal. Yo llegué a aprenderme los goles de Zidane mejor que las tablas de multiplicar, de modo que cuando me preguntaban siete por siete yo empezaba a recitar de manera muy sentida las retransmisiones de Lama en la Ser: "¡La madre que te parió, Zinedine!".
Cuando Zidane estaba en el campo, el árbitro no llevaba reloj. El tiempo lo marcaba el 5 blanco, que si alguien le preguntaba por el minuto, decía: mi hora. Su suela era la aguja más precisa; cada vez que pisaba el césped todo ocurría a una velocidad más o menos verosímil, dependiendo de la intensidad del taconeo franco.
Zidane no propuso un estilo de juego: más bien uno de vida. Se apropió del balón como quien se apropia de la mirada de una madre al nacer para no olvidarla jamás. El francés fue el mayor exponente del madridismo deseable: incluso su famoso cabezazo tuvo algo de épica; yo, sin ir más lejos, lo he ensayado varias veces delante del espejo con el ímpetu de De Niro en Taxi Driver.
Mi primo y yo peleábamos para ver quién cogía el equipo de Zidane en la play. Todas las jugadas pasaban por él; si estabas en el área pequeña a punto de marcar sin que Zizou la hubiera tocado, te veías obligado moralmente a retrasar la pelota hasta donde estuviera él para que el gol potencial tuviera alguna clase de sentido. El único significado de que la pelota entrara era haber hecho antes algún recorte con aquel muñequito lentísimo con 99 de precisión.
El año 2003, me compré el Pro Evolution sólo porque habían incluido, al fin, la ruleta de Zidane. No había partido en que no la intentara ochenta veces mínimo, al punto de que a veces me valía más la pena marselletear que ganar. Zidane jugaba al fútbol sin principios: no tenía piedad. Apartaba el balón con una virulencia atópica; lo tallaba con el exterior como quien esculpe un mineral en bruto para convertirlo en algo lindísimo. Y después lo iba a buscar: se bajaba los pantalones ante él para tratarlo con un cariño desmedido, propio de un vals lentito pero eficaz. Lo sobaba y acompañaba con la suela de una manera tan sensible que el balón acababa rendido a sus pies, junto con el rival, que preparaba ya el boli para el autógrafo.
El ángulo cenital representaba a Zidane con una inteligencia de doble círculo: el de su calva y el del balón. Porque Zidane, el único hombre al que los niños han querido imitar incluso en lo alopécico, hacía que al esférico le bombeara la patata. No hay otra manera de explicar aquella vez y aquella otra que la pelota se mantuvo sin coherencia alguna en el aire para que Zidane, que podía subir hasta donde imaginara, lo controlara a la altura en que los aviones empiezan a plantearse si estrellarse o no.
Zidane es una de esas cosas irrepetibles que le ocurren al fútbol. El paradigma hecho carne; la medida universal. Yo llegué a aprenderme los goles de Zidane mejor que las tablas de multiplicar, de modo que cuando me preguntaban siete por siete yo empezaba a recitar de manera muy sentida las retransmisiones de Lama en la Ser: "¡La madre que te parió, Zinedine!".
Todavía no logro comprender por qué el francés no llegó a patentar sus andares. De la misma manera que la gente paga por clases de baile para moverse como Michael Jackson, yo pagaría de buen gusto por aprender a caminar como Zizou, cuya plasticidad responde a una gesta vitalísima: lo que Zidane hacía era bonito no porque lo fuera, sino porque lo hacía él.