El 'periodrino'
Yo cuando escribo suelo coger paraguas porque basta que me ponga a escribir para que me caiga la del pulpo, pero aun así acabo empapado y con principio de neumonía: la cantidad de dudas que me asaltan me producen un desconocimiento alarmante que me hace desconfiar hasta de la originalidad de mi propia firma.
Foto: ISTOCK
Cuando uno escribe, uno tiende a preguntarse qué gana escribiendo. ¿Qué debo ganar yo?, me digo. Cuando después de unas vueltas uno no se ha dado más que disgustos, uno desiste y se empieza a preguntar qué ganan los demás con la actividad periodística de uno. En ese punto, al periodista le ocurre algo tan terrible como es hacerse preguntas, cosa que en la facultad visten exageradamente de punta en blanco, como si por cada pregunta, uno fuera a ingresar más que escribiendo, o sea algo. Pero las preguntas, que son en fin tormentos, no llegan de una en una como las lagrimitas de esos chispeos veraniegos tan refrescantes y apetecibles; más bien, las preguntas le llegan a uno en forma de diluvio universal, de manera que, yunque a yunque, los chispazos de nube le acaban dejando a uno no sólo sin pelo, sino también sin lo que éste cubre.
Yo cuando escribo suelo coger paraguas porque basta que me ponga a escribir para que me caiga la del pulpo, pero aun así acabo empapado y con principio de neumonía: la cantidad de dudas que me asaltan me producen un desconocimiento alarmante que me hace desconfiar hasta de la originalidad de mi propia firma. Una de las dudas que a mí me atormentan es, como venía diciendo, si lo que escribo es periodismo o publicidad; o lo que es lo mismo, si mis textos alzan la voz sin importar nada ni a nadie o si, por el contrario, sólo cuchichean o traducen al código que alguien gusta leer.
Dada la complejidad de esa situación en la que tenso conmigo mismo me hallo, yo empiezo a asumir, mientras sodomizo muy fuerte todo lo que he escrito hasta la fecha, que todo texto mío ha nacido con el objeto único de favorecer a alguien, como esos varones que nacen para que el apellido del pater perviva. Así, yo empiezo a ver fantasmas donde sólo había cadáveres, y mi paranoia va tan en serio que me figuro que todo sería más natural si viviera en un castillo hechizado de ficción de la cutre, algo así como La Zarzuela. Aquel reportaje, aquel, amigo, no tiene un resquicio de información: lo único que haces es dejar bien a quien bien quiere quedar. Y esa crónica que tan gallardamente vociferaste, ésa, compadre, en esa crónica nunca te planteaste criticar ni dar voz al disidente: sólo sopesaste la posibilidad, autocensura mediante, de masajear el teclado, no de machacarlo con beligerancia periodística.
Esas batallas contra uno mismo suelen encontrar un epílogo catastrófico: todo lo que uno escribió, bueno o malo y muy a pesar de la intención de uno, fue un favor a un alguien que en ocasiones se ve y otras se intuye, como esas sombras que nunca acaban de mostrar lo que se esconde tras ellas. Es ésa una anotación crítica en el cuaderno de todo periodista; crítica y privada, de ahí que aquí sea escrita: dudo que escandalice a alguno de mis tres lectores anuales.
Pero esos favores que tanto me alteran, me recuerdo, no deberían acabar ahí. Los hago bajo el maldito efecto de la inconsciencia, pero ya que los hago, debería cobrarlos como esos mafiosos que esperan el momento justo: «Algún día, que quizá nunca llegue, te pediré que hagas algo por mí. Pero hasta ese día, considera esto como un recuerdo de la boda de mi hija». Todo sería más justo si me convirtiera en el 'periodrino'. Como tal, concluiría que no se estila el hacer favores en balde. De modo que, sumándome a la mafia de estos lares, que no es poca, yo empezaría a exigir mi porción de pastel; comenzaría a llamar puerta por puerta para que toda esa gente sobre la que escribí en su día, escriba ahora sobre mí con el elogio que merezco por bandera: eso duele. Y algo me dice que accederían gustosamente, pues en otro caso mi gente empezaría a dejar cabeceras de artículos degollados encima de los lettos (esto de ser de la Camorra y no hablar un carajo de italiano sería jodido).
Una vez hubiera cobrado todos mis favores, mi mayor logro sería que, al fin, alguien me dijera: «Nunca vuelvas a decir lo que piensas a alguien que no sea de la Familia». Sería entonces cuando, en vez de ir por ahí haciendo favores, iría, lozano yo, por las puertas invitando a fiestas de esas en las que todo el que llegara debiera besarme la mano con cara de apasionado pero pavoroso placer.