Tienes 45 años y eso es lo que hay
Estás vieja, lo sabes, ¿no? Las rodillas no te duelen por aquella vez que fuiste al gimnasio o por tu famosa caída de bici con doce años. Ni siquiera puedes escapar de los granos, ni por supuesto de la gravedad. Es culpa de la anticuada costumbre que tenemos de envejecer. Los 45 no son los nuevos 30, esos treinta los perdiste hace muchos años y no los vas a recuperar.
Resulta que tener 45 años significa lo que es, tener 45 años. Una edad en la que eres lo bastante viejo como para no sentirte joven, pero no lo suficiente como para quejarte. Es como ser el hermano mediano, pero en edades. A nadie más que a ti le impresiona que cumplas 45 ni piensa que sea nada del otro mundo.
Hoy cumplo 45 y no estoy teniendo ninguno de esos momentos reveladores ni de gratitud por la edad que tengo, aunque sí esté muy agradecida. Un montón. Supongo que la alternativa al envejecimiento es terrible, pero no es el tema del que voy a hablar. En vez de eso, me estoy sometiendo a un franco análisis de lo que se siente al tener 45 años, y voy a ofrecer una sincera previsión de lo que está por venir. Si estás leyendo este blog esperando encontrar algún tipo de profunda reflexión al final que te diga que la edad es sólo un número y que eres tan viejo como te sientas por dentro, por favor, abandona la sala. Aquí no nos vamos a andar con chiquitas, sólo sinceridad pura y dura, nada de redenciones ni finales bonitos para levantarte el ánimo.
El envejecimiento de los números.
Una vez sobrepasado cierto momento vital, aprendes rápidamente que si tu edad termina en un '9' es, por alguna misteriosa razón, peor que si termina en '0'. Así que tener 39 es en realidad peor que tener 40, quizás porque eres el mayor de los treintañeros y te acercas peligrosamente a otra década de sueños perdidos, de potencial frustrado y de la miserable derrota de la piel por mantenerse elástica. Por lo menos te das cuenta de que al cumplir 40, o cuando empiezas un nuevo decenio cualquiera, te conviertes en el pipiolo de tu década y puedes reunir suficiente optimismo para agarrar tu nueva edad por el cuello y darle caña. Qué adorable es la ingenuidad.
A medida que creces, descubres también que los números del '0' al '4' al final de tu edad parecen fantásticos y, una vez que llegas al '5', como en los 45, redondeas inevitablemente al alza. Es como tener ya 50 y lo sabe todo el mundo. Las segundas mitades de las décadas pasan más rápido. Seguro que está demostrado por alguien. Puedes notar que estás en la mitad tardía de la década por los sutiles comentarios de la gente: "Vaya, qué bien te veo... para tu edad", que es algo así como la versión contorsionista de un piropo. Asúmelo. No va a mejorar.
Ya ves, 45. A medio camino de los 90. No-ven-ta. Todos sabemos que los primeros 45 pasan volando, así que en un abrir y cerrar de ojos te convertirás en ese viejo que se ha caído y no puede levantarse, como las tortugas, sólo que no será tan gracioso. Y cuidado que ahora viene un giro inesperado: no estoy segura de querer vivir hasta los 90. ¿Has pensado en todas las comidas que te quedan por planificar y cocinar? Yo ya estoy harta de comer tanto. ¿Y toda la gente que tendrás que fingir que te cae bien? ¿Y las simpatiquísimas conversaciones con niñatos de 21 años que se creen más listos que tú?
Y piensa en tu cuerpo. Si cojo el cuerpo que tengo hoy y le pongo otros 45 años más encima, algo me dice que no va a ser una fiesta. Espera, que te lo explico:
La gravedad.
¿Puedes imaginarte otros 45 años de gravedad para tus carnes, tu piel, tus tetas o tu paquete? Sí, los tíos tampoco escapan a la gravedad ni van a quedar muy favorecidos. Si ahora os cuelga, no creáis que va a cambiar de posición por las buenas, a no ser que empecéis a andar con las manos -algo que he considerado aplicar seriamente a mi rutina diaria-.
El sistema digestivo.
Hace unos días, mi cuerpo decidió adelantarme su regalo de cumpleaños. De repente, sin previo aviso y demostrando una clara desconsideración hacia mí, decidió unilateralmente que ya no va procesar más queso. Al caraj*. "Que te den, M, paso del queso". Pero como mi sistema digestivo no me dirige la palabra normalmente, se expresó ofreciéndome un dolor insoportable en el pecho, igualito que un infarto, y una acidez de estómago digna de la saliva de un alien. Al lado de esto, aquella vez que me comí -vaya ideas- un burrito gigante estando embarazada de nueve meses parecía una siesta sobre una cama de pétalos de rosa.
No tengo palabras para expresar mi amor por el queso. En vez de este blog, fantaseé con la idea de escribir una oda al queso, pero mis emocionados ojos llenos de lágrimas no me dejaban ver el teclado.
Ahora tienes 45 tacos. Se acabó el queso.
Las lesiones del sueño.
Pero mi cuerpo todavía no había terminado de celebrar mi cumpleaños. Hoy, el día de mi cumpleaños de verdad, me desperté con un calambre en el cuello. ¿Sabes a lo que me refiero? Cuando se te paraliza el cuello únicamente porque has estado durmiendo en tu cama. Pues eso. Me he pasado el día sin poder mirar a la izquierda. Tampoco puedo mirar mucho a la derecha, pero aquí estoy intentando sembrar un poquito de optimismo con este blog. Lo cierto es que si me quedo sentada y miro hacia adelante, sólo siento un dolor espantoso. Con cada puñalada de dolor, mi cuerpo parece estar diciéndome, "Estás vieja, lo sabes, ¿no?".
Aunque no es sólo por los calambres en el cuello, sino por los dolores extraños por todo el cuerpo que surgen tan sólo por dormir. No te quedará otra que recordar con melancolía aquella vez que te caíste de la bici con doce años y saliste disparado por encima del manillar como un supermán muy poco estiloso para aterrizar rodando por el asfalto. Y ya está, no te pasó nada. Ni un rasguño. Te levantaste tranquilamente con tu movilidad intacta. Pero ahora, sólo con salir de la cama por las mañanas ya te duelen las rodillas. Y claro, como estás en fase de negación absoluta de tu proceso de envejecimiento, empiezas a reflexionar sobre cuál puede ser la causa, así, en voz alta, por si alguien te quiere escuchar. Al momento estás soltando ridiculeces como que es culpa de aquella clase de gimnasio del mes pasado o de tu caída de bici de cuando tenías doce años. Pero no es nada de eso. Nada lo ha causado, excepto la anticuada costumbre que tenemos de envejecer mezclada con el aparentemente benigno acto de dormir.
Los granos.
Ojalá se me ocurriera alguna ventaja de cumplir los 45, como cuando pensaba que ya no tendría que lidiar con el acné. Pero este finde me salieron tres granos inmensos. Dos imposibles de explotar en mi frente que parecen agarrarse a mi cráneo. El otro, uno cabezón de punta negra en mi mentón, que conseguí estrujar dejándome un corte -futura cicatriz-, mientras que el cabezón negro liberado e indemne se reía de mí: "Hola, tienes 45 años y no sabes sacarte un punto negro sin hacer una matanza".
La reconfortante conclusión.
Como me preocupo por ti y por el hecho de que estés atrapado en esa tontería de que "los 45 son los nuevos 30" que te venden las empresas cosméticas para colarte el aceite del autoengaño por litros, aquí estoy yo para decirte que eso es una chorrada. Los treinta los pasaste hace quince años, y no los vas a recuperar. Lo que has ganado en sabiduría está siendo suprimido por tu falta de memoria. Lo que has ganado en experiencia está siendo suprimido por el tajante "a nadie le importa un comino lo que pienses, vieja". Eso es lo que hay. Tienes 45 y ya está. A medio camino de los 90. Puedes contar en décadas el tiempo que ha pasado desde que saliste del insti. Por lo menos ya te queda poco para disfrutar del bonobús de la tercera edad y los viajes del Inserso. Me han dicho que son un desfaseeee. También te queda poco, unos veinte años, para ser completamente irrelevante. Pero no desesperes. No hay peligro, porque por lo menos no tienes 46. Eso sí que es una mierda, tío.
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Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Diego Jurado Moruno