La fiesta de la vida
La mirada de Bigas Luna no se parecía a la de nadie. Eso es lo que distingue a los grandes creadores y él sobresalió como uno de los más imaginativos y estimulantes de nuestro cine.
La mirada de Bigas Luna no se parecía a la de nadie. Eso es lo que distingue a los grandes creadores y él sobresalió como uno de los más imaginativos y estimulantes de nuestro cine. Desde Bilbao (1977) quedó muy clara su atracción por los tipos obsesivos, las relaciones insólitas y las historias pasionales y fronterizas marcadas por un fuerte erotismo. Entre sus películas se encuentran adaptaciones literarias, evocaciones históricas, películas intensamente claustrofóbicas, películas luminosas, cine lírico y romántico o, incluso, cine de terror (Angustia). Pero, por encima de esa variedad, sobrevuela en todo su cine un mundo, un estilo muy personal y arrebatador. Nos descubrió a Ariadna Gil en Lola, a Penélope Cruz, Jordi Mollá y Javier Bardem en Jamón, jamón, a Miguel Poveda en La teta y la luna o a Verónica Echegui en Yo soy la Juani y disparó la carrera de Leonor Watling en Son de mar. Son muchas las cosas que le tendremos que agradecer siempre.
Bigas me hizo sentir bien desde el primer instante. Tal vez porque, al conocernos, me saludó con una gran sonrisa y, luego, me dijo: "Mi película favorita es La edad de oro, de Luis Buñuel". Fue en Zaragoza, en la presentación del rodaje de Jamón, jamón, en el otoño de 1991. La última vez que lo vi fue también en Zaragoza, el pasado 30 de noviembre. Yo esperaba en la estación de Delicias a Ángela Molina. En el mismo AVE, casualmente, venían Bigas y su mujer Celia Orós, zaragozana militante. Bigas me lanzó la gran sonrisa de siempre y me contó, muy ilusionado, que estaba a punto de rodar Segundo origen. Desde ese día lo visualizaba en esa película, disfrutando como solo él sabía. Nunca me enteré de que había caído enfermo. Él pidió que, cuando muriera, no se celebrara ningún funeral o acto público de homenaje. Bigas era demasiado elegante como para molestar con algo tan vulgar como la enfermedad y la muerte.
A Bigas le volvía loco la vida y era un experto en gozar de ella. Su afán por convertir cada rato en una fiesta divertida y excitante hacía de él una compañía extremadamente confortable. Era imposible sentirse mal si él se encontraba cerca. Durante estos 22 años tuve la suerte de comprobarlo cientos de veces. Él me cogió de la mano muy a menudo y me empujó a ese extraño y fascinante planeta que él había creado para sus seres queridos. Metió en mi vida a Javier Bardem, Penélope Cruz, Jordi Mollá, Anna Galiena, Stefanía Sandrelli, Rosa Vergés, Leopoldo Pomés o Verónica Echegui; me encargó hacer lo imposible para que Jorge Perugorría se empapara del acento aragonés antes de interpretar a Goya en Volaverunt; me llevó a sus casas de Barcelona y Torredembarra y me enseñó su huerto ecológico; me regaló una comida excelsa alrededor de unos calsots en un restaurante de pueblo; me convocó a cenas con amigos que él preparaba como un rito sagrado. Bigas sostenía que lo que mejor sabía hacer era colocar a cada comensal en el lugar perfecto de la mesa.
Él también quiso acercarse con frecuencia a mis amigos y a mis cosas. Tuve el placer, por ejemplo, de presentarle a María Dolores Pradera y Leonor Watling. Una Semana Santa Agustín Sánchez Vidal y Ana Marquesán nos invitaron a su casa de Híjar y, vestidos de nazarenos,
participamos en La Rompida de la Hora. Bigas estaba entusiasmado. Pero la ceremonia le absorbió de tal manera que, de madrugada, durante la procesión posterior a la rompida, entró en trance y se perdió tocando el tambor, solo, por las calles de Híjar. A las cuatro de la mañana nadie sabía dónde estaba. Al rato apareció, levitando y feliz. En otra ocasión, me acompañó a mis pueblos, Lechago y Calamocha. José Luis Campos tuvo una idea fantástica, que tal vez algún día se concrete: bautizar con el nombre de Bigas Luna la avenida cercana al Museo del Jamón de Calamocha, como un modo de reconocer la promoción internacional que Bigas había hecho del producto estrella de la comarca. Recuerdo que Bigas dijo: "Qué ilusión. Cuando alguien pille un taxi para ir al museo le dirá al taxista: ´Al Museo del Jamón. Por la Avenida Bigas Luna".
Bigas era uno de esos no aragoneses a los que les encanta ser aragoneses. Sus antepasados maternos eran de Aragón y, después de enamorarse de su mujer, acabó prendado de nuestra tierra, nuestro carácter y nuestra gente. Celia le contagió su pasión por la Virgen del Pilar y la Ofrenda de Flores. Una tarde me deslizó algo: la Ofrenda aún podía resultar más espectacular, fluida, brillante y poderosa si se cambiaba el lugar de ubicación de la Virgen. De inmediato, se lo solté a Pilar Soria y Juan Bolea, entonces Concejal de Cultura. Juan enseguida comprendió el alcance de la idea y, con una insólita rapidez, logró que todo el mundo, y nunca mejor dicho, la bendijera.
A mí siempre me ha hecho mucha gracia que Bigas, en Aragón, revolucionara el icono religioso por excelencia y, también, el icono erótico- festivo que representa el cabaré El Plata, ese templo pagano. Dentro de Bigas convivían un místico, un erotómano, un surrealista, un transgresor, un iconoclasta, un provocador, un fetichista, un hedonista radical, un vanguardista, un amante de los símbolos, ritos y tradiciones y, sobre todo, uno de los seres más cálidos y cariñosos que he conocido en mi vida. Escribo estas palabras al rato de conocer su muerte, sin tiempo para
digerirla, cuando aún me siento dentro de una pesadilla.