El hombre que nunca decía que no
La primera vez que oí hablar de José Luis Borau ya me sentí muy orgulloso de él. Fue en septiembre de 1975, cuando la tele anunció que un director zaragozano había ganado la Concha de Oro de San Sebastián. Yo tenía 13 años y estaba enfermo de cine.
La primera vez que oí hablar de José Luis Borau ya me sentí muy orgulloso de él. Fue en septiembre de 1975, cuando la tele anunció que un director zaragozano había ganado la Concha de Oro de San Sebastián. Yo tenía 13 años y estaba enfermo de cine. Al escuchar la noticia, salté de alegría, como si Borau hubiera sido un futbolista del Zaragoza que acabara de marcar un gol. Y, de algún modo, así fue: Furtivos fue un gol al franquismo por toda la escuadra. La película se convirtió en uno de los grandes acontecimientos de la Transición. Se podía pensar que, desde entonces, en la carrera de José Luis todo iba a ser coser y cantar. Pero qué va: el cine es un mundo que puede ser muy cruel para gente tan insobornable y salvajemente personal como Borau. No estoy seguro de que haya habido un caso de amor al cine tan loco como el de José Luis. Pero el cine, con él, se comportó como una mujer fatal: esa pasión le arrastró a menudo al borde de la perdición.
Le conocí en Teruel, a principios de los 80. Me pareció un tipo arrollador, educadísimo y atento, que lo sabía todo de todo. Poco después lo volví a ver en el cine Arlequín, en una de las noches más insólitas de la historia de la Filmoteca de Zaragoza. Leandro Martínez le invitó a presentar Río abajo (1984), que había rodado en inglés en los EEUU y que le había costado sofocos sin fin. La sala se encontraba abarrotada. Pero la copia que había llegado de Río abajo no tenía subtítulos en español. Entonces, José Luis, no se lo pensó: pidió un micrófono y nos dijo que él mismo iba a doblar a todos los actores. Y así lo hizo. La tercera vez que estuve con él también fue inolvidable: en la misma mañana me presentó a Carmen Maura e Imperio Argentina, en 1986. Pero ahora, cuando ya sé que no lo volveré a ver, todas las veces que estuve con él me parecen, de repente, memorables.
José Luis ha sido un fuera de serie de la cultura española: como autor de películas inauditas, como maestro de varias generaciones, como padrino de Iván Zulueta, Gutiérrez Aragón o Icíar Bollain, como ensayista cinematográfico y escritor o como dinamizador fundamental de la Academia del Cine Español, al frente de la que disparó la relevancia de los Goya o decidió que el lugar perfecto para celebrar el Centenario del Cine Español era Zaragoza, su ciudad, a la que quería profundamente. Le propuse venir a Zaragoza muy a menudo y siempre me dijo que sí. Su incapacidad para decir que no me mejoró mucho la vida.
La última vez que lo fui a ver, con José Luis García Sánchez, no hacía más que preguntarme por Zaragoza con su voz ya debilísima y aflautada. Pero aún tenía ganas de bromear: "Con esta voz parezco la Duquesa de Alba". La última vez que hablé de él fue el otro día, con Ángela Molina, otra de sus grandes fans. Quedamos en ir a verle cuando yo fuera a Madrid. No nos ha dado tiempo. Ahora, ya nunca nos podremos sacudir esa melancolía.